martes, 14 de abril de 2015

LA ESTACIÓN (CAPÍTULO 1)

Aquella era una de las mañanas más frías de aquel enervante invierno. La ciudad despertaba en un abrumador estado de nostalgia, donde no se conseguía apreciar ni el más minúsculo gajo de cielo, oculto tras una masa de vastas nubes cuyo color plomizo transformaba aquella mañana en el comienzo de un largo y sombrío día.
Cada mañana, desde hacía ya siete largos años, Merche se levantaba a las seis de la mañana, se preparaba un café bien cargado y salía por la puerta de su achacosa casa dejando tras de sí el único motivo que le daba la fortaleza necesaria para encararse con el mundo que la estaba esperando tras los muros de aquella servil morada; su marido. Caminaba a lo largo de cuatro angostas y lóbregas calles, sumida en aquella soledad que transmitía el despuntar del día, hasta llegar a la fábrica donde día a día iba dejando un pedacito de sí en aquel fatigoso y nada edificante empleo. A las siete en punto se realizaba el cambio de turno, pero tenía que llegar quince minutos antes para tener tiempo suficiente de cambiarse y enfundarse su mortecino y hosco mono de trabajo.
Cada uno de sus aburridos días pasaba ante sus ojos como un conjunto de diapositivas que se repetían una y otra vez, haciéndole sentir el peso atosigante de las constantes decepciones padecidas.
Aquella mañana no era distinta a las demás.
El despertador marcaba las seis en punto cuando Merche puso los pies sobre la rugosa alfombra. Miró a su marido que seguía durmiendo placidamente y esbozó una sonrisa sincera; todavía le quería a pesar del tiempo. Sin apenas hacer ruido se dirigió a la cocina, donde todavía pudo apreciar el aroma de la cena que su marido le había preparado la noche anterior. Tras poner la cafetera en funcionamiento alargó su brazo para alcanzar el estante donde se encontraba su taza favorita, y se sirvió un abundante tazón de café recién hecho. Aquel breve pero íntimo momento del día la reconfortaba de una manera que ni ella era capaz de comprender.  Sin duda era su momento preferido de la jornada.
Cinco minutos más tarde ya estaba atravesando la chirriante puerta de su casa.
Una abrumadora sensación de frío la sobrecogió. Se enroscó la bufanda alrededor del cuello, se enfundó sus cálidos guantes para sobrellevar mejor aquellas intempestivas temperaturas y se dispuso a iniciar su marcha matutina rumbo a un destino que le recordaba las penurias de su vida. Nada más poner un pie en la calle no pudo evitar mirar aquel cielo borrascoso que cubría toda la ciudad. Las nubes amenazaban con descargar toda su furia en breve, por lo que debía apurar el paso sino quería acabar empapada.
Cerca de su destino, como cada día de los últimos siete años, pasaba por delante de la vieja estación de ferrocarril. Una arcaica e imponente terminal que se levantaba a las afueras de la ciudad imponiéndose a las demás edificaciones circundantes. Aquella construcción nunca le había gustado. Le producía una extraña sensación de amargura. No podía evitar considerar aquel rincón de la ciudad como un lugar donde la gente se tenía que despedir de sus seres queridos. Tenían que verlos partir hacia otras tierras más prolíficas sin poder hacer otra cosa que aceptar la idea, más que probable, de que no regresarían jamás. Aquellas vías parecían tener una única dirección. Una dirección que dejaba a madres, esposas, hijas... desconsoladas en un andén. Un andén que sostenía el peso del abandono, de la soledad y de la desesperación.
Al pasar frente aquella singular obra arquitectónica no podía evitar que su cansada y agorera mirada  se fijara por un segundo en el gran reloj que lucía majestuoso sobre el arco de entrada a la estación. Un reloj que marcaba la hora con pulcra exactitud y que destacaba por su gran tamaño.
Como era habitual cada mañana, marcaba las siete menos veinte.
Las primeras gotas empezaron a caer y mojar las angostas y sinuosas calles cuando Merche entró en la fábrica; tan siniestra y inquietante como de costumbre. La absurda luz artificial del edificio le parecía deprimente e inadecuada.
Se trataba de una fábrica textil;  donde el día a día de las trabajadoras transcurría en un ir y venir de tijeras, hilos y enormes maquinas de coser. Un trabajo nada gratificante que a Merche cada día la sumía en un abismo más profundo de frustración.
No le había quedado más remedio que emplearse en aquella tétrica fábrica cuando su marido, hacía ya casi ocho años, sufrió un desafortunado accidente que le había postrado a una silla de ruedas de por vida. La pensión que percibía por incapacidad apenas les daba para cubrir gastos, por lo que ella, muy a su pesar, tubo que empezar a trabajar. En una ciudad como aquella, que se encontraba en pleno retroceso económico, no había mucha oferta laboral, por lo que aquel trabajo en la fábrica era lo mejor que había encontrado. Se sentía agradecida por tener un sueldo que les permitiera salir a flote y poder cuidar de su marido. Habría hecho lo que fuera por que él fuera feliz.
Toda su vida había sido un constante cuidado a los demás; primero a sus hermanos pequeños, luego a su madre enferma y ahora al lisiado de su marido. Sentía pena de si misma, sin embargo eso es lo que mejor sabía hacer; cuidar de los demás. Sin duda Merche tenía un idílico espíritu de entrega.
Siguiendo su rutina diaria entró en los vestuarios a cambiarse, saludando a su paso y sin demasiado entusiasmo, a las compañeras con las que se cruzaba por el estrecho y descuidado pasillo. A pesar del tiempo que llevaba trabajando en la fábrica no podía considerar amiga a ninguna de aquellas mujeres; como mucho contaba con alguna buena compañera que le hacía más llevadero el día en aquel escabioso lugar. Sus circunstancias personales no le permitían hacer vida más allá de las cuatro paredes de su vieja casa. Vivía dedicada por completo al cuidado de su marido, y nunca se le había pasado por la cabeza la idea de pensar en ella misma; no podía permitírselo.
Desde el interior de la fábrica se alcanzaba a escuchar lo fuertes truenos de una ya evidente tormenta. La lluvia, que ahora golpeaba con fuerza, hacía retumbar el debilitado y perjudicado tejado. No sería la primera vez que una pequeña gotera acababa convirtiéndose en una enorme cascada que inundaba todas las instalaciones. Sin duda aquel lugar necesitaba una profunda reforma.
Una vez enfundada en su horrible mono de trabajo, y con cara de resignación, se dispuso a empezar su jornada laboral.
Aquel triste día se le antojaba más duro de lo habitual. Se sentía más cansada que de costumbre; quizás tuviera que ver con el día atosigante que hacía o con que los años empezaban a hacer mella en su espalda y en sus piernas; incluso empezaban a pesar en su casi siempre buen carácter. Como abnegada esposa que era, entre sus cometidos estaba el aparentar siempre feliz, siempre dispuesta a ofrecer su mejor sonrisa. Jamás se permitía a ella misma mostrar su apatía y su descontento con la vida que le había tocado vivir.
Ya casi era la hora de la comida cuando Merche notó que su malestar no era sólo anímico y que semejaba haber empeorado. Se sentía extenuada y casi con toda seguridad tenía fiebre. Aunque no era habitual en ella abandonar su puesto de trabajo, tuvo que solicitar permiso a su superior para poder regresar a casa. Sabía que tendría que recuperar las horas perdidas, pero en ese momento sólo deseaba llegar a casa y tumbarse en su reconfortante cama. Por una vez sentía la imperiosa necesidad de llegar a su cálido hogar y que su marido, por una vez, se encargara de satisfacer sus limitadas necesidades.
Con un fuerte e incómodo dolor de cabeza y una aguda sensación de debilidad se alejó de aquella claustrofóbica nave. Estaba lloviendo encarnizadamente y su desbaratado paraguas no conseguía protegerla del agua que la mojaba sin contemplaciones. Avanzaba por las aceras intentando aprovechar todo lo que podía los balcones de los edificios para refugiarse, en la medida de lo posible, de aquel desmesurado aguacero. Al llegar a su portal estaba totalmente empapada. Cerró el paraguas mirándolo con resentimiento ante la poca utilidad que le había proporcionado. Al no encontrarse ya en movimiento comenzó a sentir como la humedad le calaba hasta los huesos. Sólo tenía que subir veinte descalabrados escalones y estaría al resguardo de su apacible morada y contaría con el calor de su marido para reconfortarla.
Subió a toda prisa  las escaleras, desechando rápidamente la idea de esperar al ascensor. Una vez dentro de casa se sintió algo mejor, aunque aquel molesto dolor de cabeza no desaparecía.
La casa respiraba un penetrante silencio, pero se podía palpar esa cálida sensación que exhalan los hogares felices. Un suave olor a café inundaba el ambiente, y Merche inspiró profundamente para dejarse envolver por la sensación de paz que le transmitía aquel lugar. Se dirigió directamente al dormitorio para cambiarse y ponerse ropa seca. Mientras buscaba en el armario algo cómodo que ponerse se dio cuenta, por primera vez desde que había llegado a casa, de que no se escuchaba nada; absolutamente nada. Fue entonces cuando comprendió que su marido no estaba allí. En un primer momento había pensado que se encontraría en el baño o en el salón leyendo el periódico. Pero se había percatado de que en aquel lugar sólo estaba ella.
Empezó a inquietarse.
A esas horas y con el intempestivo tiempo que azotaba las calles de la ciudad no comprendía donde podía encontrarse su marido. Aunque él no contaba con ella hasta las cinco de la tarde le constaba que comía en casa todos los días. Su nada boyante economía les impedía darse el lujo de salir a comer fuera de casa.
Recorrió la casa velozmente de una punta a la otra en busca de algún indicio que indicara el paradero de su esposo. Todo estaba como siempre. Quiso convencerse de que quizás simplemente había salido un momento a comprar algo. No quería contemplar  la posibilidad de que le hubiera pasado algo malo.
Se dejó caer sobre el sofá abatida; con semblante de preocupación y con mil pensamientos rondándole por la cabeza. Observó toda la estancia una vez más con la mirada inquieta; fue entonces cuando distinguió un pequeño trozo de papel que reposaba sobre la mesa camilla. Se levantó rápidamente y tomó la nota entre sus manos, ahora sudorosas a causa del nerviosismo. La letra era la de su marido.
 Según comenzó a leer aquella inesperada carta, su semblante fue tornándose cada vez más pálido y desencajado:

Querida Merche:
Cuando leas esta carta yo ya estaré lejos de esta casa.  A las dos de la tarde partirá mi tren rumbo a una vida nueva lejos de la monotonía que nos invade.
Ante todo quiero pedirte perdón por el daño que seguramente te ocasione mi partida. No te mereces que te haga daño. Siempre has sido una gran esposa y me has demostrado que me querías;  pero yo ya no puedo continuar con esta mentira.
He conocido a alguien.
Una mujer que me hace olvidar lo triste que es mi vida, postrado siempre en esta silla que me recuerda a cada momento que has renunciado a tus sueños por mi.
Me voy para empezar una nueva vida y darte a ti la posibilidad de volver a ser feliz; porque soy  consciente de que no lo eres.
Espero que no me odies demasiado. Yo siempre tendré un bonito recuerdo de lo nuestro. Aunque entiendo que ahora tú no puedas guardar el mismo recuerdo de mi.
No intentes buscarme.
Haz tu vida e intenta ser feliz ahora que no tienes que cuidar de nadie. Piensa en ti por una vez y cumple tus sueños.
                                               Julián                        

Según terminó de leer aquella inesperada e insólita nota de despedida, las manos le empezaron a temblar haciendo que aquella mortífera carta resbalara de sus manos y se precipitase al frío suelo, cual gaviota planeando sobre el mar. Merche se quedó petrificada intentado asimilar las palabras que acababa de leer. Cuanto más lo pensaba más irreal y absurdo le parecía todo.
<<¿Su marido la había abandonado? ¿Por qué? ¿Tan infeliz era a su lado? ¿Quién era esa otra mujer a la que había conocido? ¿Qué iba hacer ahora ella sola? >> Todas estas preguntas se agolpaban furiosas en su mente, sin llegar a vislumbrar ninguna respuesta coherente para ellas.
Un vacío enorme empezaba a apoderarse de su cuerpo. No recordaba su dolor de cabeza ni su cansancio, sólo sentía impotencia y ansiedad. La respiración empezó a entrecortársele y notaba como el pecho le latía aceleradamente. Las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse intentando coger aire lo más lentamente posible para intentar calmarse. Se sentía tan confusa y desorientada que ya no escuchaba ni sus propios pensamientos. Su mente estaba colapsada por el dolor y el resentimiento. Quería romper a llorar o gritar a todo pulmón para sacar del interior de su pecho aquélla angustia que la estaba consumiendo como consumen las mentiras a la conciencia.
De pronto una rayo de lucidez hizo reaccionar a sus sentidos. Recordó las palabras que acababa de leer: “A las dos de la tarde partirá mi tren rumbo a una vida nueva lejos de la monotonía que nos invade”. Su marido no contaba con que ese día Merche regresaría antes del trabajo.
Miró su viejo reloj; marcaba las dos menos diez.
Sabía que si se daba prisa aún estaba a tiempo de llegar a la estación antes de que su esposo se marchara para no volver. Estaba dispuesta a suplicar y humillarse para que no la abandonara. Haría lo que fuera necesario para que regresara con ella.
Cogió una chaqueta y salió velozmente por la puerta sin ni siquiera coger un paraguas para protegerse de la fuerte tormenta que volvía a arremeter con violencia. Bajó los escalones de dos en dos y salió del edificio como una exhalación. Corría por las calles tan ensimismada en sus propias reflexiones que no veía a la gente que se atravesaba en su camino ni los coches que cruzaban la carretera. Sólo era capaz de distinguir la estación, más allá de los edificios que todavía la ocultaban a sus ojos.
Cuando por fin llegó y se vio frente a frente con aquel edificio, volvió a sentir lo mismo que sentía cada día cuando lo observaba desde el otro lado de la calle. Era un lugar perturbador para ella. Miró el reloj que se alzaba solemne en la entrada; marcaba las dos en punto. Dudó por un segundo antes de entrar. Tenía miedo de lo que podía encontrarse al otro lado de la enorme puerta acristalada de aquella antiquísima terminal.
Inspiró nuevamente, cerró los ojos con fuerza y tomo valor de donde no lo había para entrar en aquel temido recinto. Las piernas le temblaban exageradamente. Estaba totalmente empapada y el pelo se le pegaba a la cara haciéndola parecer, si cabe, más desesperada y perdida.
Cuando se asomó a aquellas vías, que veía por primera vez, miró en todas direcciones buscando exasperadamente reconocer el rostro de su marido en medio de la multitud. Ansiaba verlo y arrojarse a sus pies para suplicarle que se quedara. Pero no se encontraba entre la muchedumbre que invadía aquel lugar.
Nunca había odiado tanto la puntualidad; el tren que alejaba de allí al único hombre al que había amado acababa de ponerse en marcha y  comenzaba a alejarse de la desoladora estación.
Se había quedado totalmente sola.
Se encontraba estática bajo la mohína lluvia desafiante que desvelaba la cara más  melancólica y taciturna de aquella decrépita ciudad. No parecía sentir el frío de aquel día de invierno ni el viento golpeándole su tez, ahora blanca como la nieve. Con los ojos anegados por unas lágrimas que luchaban por no revelarse, miraba hacia el horizonte observando alejarse aquel tren que se llevaba con él su alegría, su ilusión y sus sueños. Veía como las lejanas e imponentes montañas, ahora cubiertas por un vasto y rutilante manto blanco, engullían aquella monstruosa maquinaria que albergaba en su interior al hombre que durante los últimos diez años había sido su indulgente marido.
Nunca había podido imaginar que aquel andén tuviera que cargar con el peso de su abandono; de su soledad. El peso de un vida malgastada y empodrecida por el dolor. Sentía como la vida le había dado un patada en el estomago que no la dejaba respirar. En muchas ocasiones había imaginado a otras personas llorando allí la perdida de sus allegados, pero jamás pensó ser ella la que tuviera que ver partir un tren cargado con lo poco que tenía. Un tren sin retorno que la dejaba a ella en tierra.
Se quedó durante horas allí de pie con la mirada perdida en alguna parte de aquellas majestuosas montañas, quizás intentando atisbar el destino de aquel tren. La exigua lluvia que ahora caía sobre ella la mojaba como a una muñeca abandonada en un parque con la que ninguna niña quería jugar. Parecía haber envejecido diez años o más en una sola tarde. Su rostro reflejaba la dura carga que su alma soportaba
 Sus pensamientos volaban lejos, muy lejos. Más allá dela última parada de aquel maldito tren. Buscaban una salida, una razón. Un motivo para seguir adelante. Algo que la empujara a volver a su casa y no dejarse vencer por la indomable y cruel mano de la soledad.
Había una motivo. El más importante y trascendental de todos.
Aquello que la sacaría del pozo al que había caído sin cuerda sólo podía ser una cosa; ella misma. Después de tanto años sin mirarse a si misma en el espejo de la vida decidió darse una oportunidad. Tendría que ser fuerte como lo había sido siempre con los demás; pero esta vez pensando sólo en ella.
Por un instante pensó que quizás su marido le estaba dando la oportunidad de conocerse a ella misma; quien sabe... a lo mejor se gustaba.
Un pequeño rayo de sol traspasó el encapotado cielo plomizo, dejando ver con más claridad aquel oscuro y aflictivo día. Una pequeña y casi inapreciable sonrisa se dibujó en su rostro observando como aquel pequeño hilillo de luz iluminaba la salida de aquel enfermizo lugar.
Era hora de volver a casa.
Dejó atrás la estación. Ya desde la distancia la miró por última vez, ahora con ojos tiernos y algo nostálgicos, y se prometió a ella misma que nunca jamás volvería a entrar allí.

Era hora de empezar a vivir su nueva vida.

domingo, 28 de octubre de 2012

RECORDANDO UNA VIDA


RECORDANDO UNA VIDA


Me observaba una y otra vez dentro que aquel ataúd. Era tan grande y elegante que me sentía más pequeño e invisible si cabe. Era extraño estar allí contemplando mi propio funeral sin que nadie más pudiera verme. 
Nunca pensé poder ser testigo de las caras de desolación de aquellas personas que habían venido a despedirse de mí para siempre. Ninguno de aquellos rostros era desconocido. Cada una de aquellas personas había dejado una huella imborrable en mi vida. Cada lágrima que ahora veía derramarse por mi fallecimiento dejaban patente que yo mismo había dejado mis propias huellas en otras vidas. Huellas más o menos profundas, pero lo suficientemente resistentes como para recordarlas a pesar del tiempo.
Seguramente mi muerte no había sido una gran sorpresa para nadie, ya que cuando uno pasa los noventa años no es probable causar asombro si una tranquila mañana de otoño no te despiertas al sonar el molesto despertador. Y así había sido. Mi debilitado cuerpo había cedido al fin y se había entregado al descanso eterno mientras se dejaba acariciar por la mano de Morfeo. Una muerte apacible y sin dolor. No se podía ser más afortunado, o eso pensaba yo, después de haber visto la muerte en los ojos de muchos amigos y familiares a lo largo de mi vida que casi siempre iba acompañada de dolor y agonía. 
Paseaba mi mirada por el gran salón analizando cada gesto, cada mirada, cada lágrima. Sentía pena por el duro momento que aquellas personas estaban pasando. Me hubiese gustado que pudieran verme para decirles que todo estaba bien. Que había vivido feliz y que ahora ellos podían seguir sus vidas aunque yo ya no formara parte de ellas cada día.
Estando entretenido en reconocer cada individuo que allí se encontraba, muchos de los cuales hacía una eternidad que no veía, una mano firme se posó en mi hombro. Me giré instintivamente sorprendido ante la idea de que alguien pudiera verme y la sorpresa fue mayor en cuanto observé que la mano que agarraba con fuerza mi hombro era la de un hombre al que admiraba y adoraba más que a nadie. La mano de seriedad y autoridad que me había formado como hombre. Una mano llena de ternura y devoción que me había formado como persona. Era la mano de mi padre. 
Hacía más de treinta años que mi progenitor había dejado el mundo de los vivos, y aunque eran muchos años, le veía más joven y enérgico que nunca. Estaba lleno de vitalidad y su mirada irradiaba paz.  En aquel preciso instante sentí como un gran peso me abandonaba. Era como si todas las preocupaciones y pesares de mi vida anterior se desprendieran para quedarse unidas a aquel cuerpo que yacía frío e inmóvil. Ahora creía ver en mi mirada la misma paz que en la de mi padre.
Tenía tantas preguntas y tantas cosas que contarle a aquel hombre que tanto había extrañado, que no sabía por donde empezar. Quizás por esa inquietud y efusividad del momento fue él quien tubo que decirme que me tranquilizara. Que sabía perfectamente cada paso que había dado y cada decisión que había tomado. Él había estado presente en cada momento importante aunque yo no le hubiese visto. Aquello me llenó de júbilo, ya que ahora no solo sabía que nunca me había abandonado, sino que tenía la certeza de que yo mismo podía seguir unido a las vidas de mis seres más queridos, y de volver a reunirme con ellos en un futuro.
Era un momento muy extraño y confuso para mí. Por un lado quería estar con mi padre y compartir mil cosas con él. Y por otra parte estaba deseando poder estar al lado de las personas que ahora se despedían de mí con pena en su corazón. Eran sentimientos encontrados y muy fuertes. 
Mi padre se acercó y me susurró al oído con voz baja y tierna que me despidiera de aquellas personas por última vez. Que grabara mis mejores recuerdos con cada uno de ellos para llevarlos conmigo y que luego le siguiera para poder reencontrarme con el resto de personas que ahora me estaban esperando para volver a abrazarme después de tanto tiempo.
Le miré con la admiración de un niño cuando contempla a su padre como un héroe. Como el hombre al que parecerse y al que intentar imitar. Aquel era un instante perfecto. Un momento para congelar y guardar para siempre en la memoria. 
Seguí su consejo y me dispuse a despedirme de todos aquellos que habían llenado mi vida de risas, emociones, felicidad y a veces incluso lágrimas. Cada uno de ellos había dado una pincelada en el lienzo de mi vida para dibujarme tal y como era ahora; un hombre afortunado.
Al primero que quise dedicar mi atención fue al pequeño de la familia. Al más risueño y alborotador en aquel lúgubre lugar. Mi bisnieto, con apenas dos años, no era consciente de lo que allí sucedía, lo que le convertía en el más inocente y alegre. Le miraba corretear de una esquina a otra. Buscaba llamar la atención de cuantos allí se encontraban y regalaba su tierna sonrisa para conseguir una muestra de interés hacia él. Sin embargo aquel día no conseguía ser el centro de atención como de costumbre, lo que no hacía mella en su vitalidad y su entusiasmo para seguir intentándolo. 
Ver aquella escena me transportó a mi infancia. Aquellos días sin preocupaciones donde toda la energía la gastaba jugando y corriendo de un lado a otro. Había tenido una infancia muy feliz. Aunque recordaba como había sido nacer en el seno de una familia humilde, nunca había sentido la carencia de amor por parte de mis padres. Siempre se habían esforzado por que yo no perdiera mi jovialidad.  Intentaban ocultar los problemas para que no sufriera por ellos más de lo necesario. Mis padres siempre habían sido muy conscientes de que cuando creciera me tendría que enfrentar a la dura realidad de hacerme un hueco en la vida, lo que era más duro si contabas con unos medios tan limitados. Por ese motivo quisieron retrasar todo lo posible ese contacto con la responsabilidad y realidad adulta. Fue por ello por lo que mi infancia fue perfecta. La recordaba como un dulce sueño donde todo era maravilloso. Las únicas lágrimas derramadas que alcanzaba a recordar eran las que habían sido ocasionadas por las patadas de otros niños al jugar a la pelota, o las caídas de mi vieja bicicleta. Todos aquellos recuerdos se amontonaban en mi cabeza robándome una nostálgica sonrisa. 
Deseaba de todo corazón que aquel pequeño hombrecito que era mi bisnieto tuviera la misma suerte que había tenido yo, y que cuando ese niño se convirtiera en hombre pudiera mirar atrás y sonreír sinceramente.
Una de las personas que se encontraban más desoladas y a la que sin duda más me dolía dejar era a mi  hija. Ya no era precisamente joven, pero sin embargo para mí siempre sería mi pequeña princesita. Las lágrimas que recorrían su rostro se me clavaban como espinas en el corazón. Hubiera dado lo que fuera por poder abrazarla por última vez y decirle que yo estaba bien, y que estaría esperándola con los brazos abiertos siempre. Pero eso no podía ser. Solo podía contemplarla con admiración desde la distancia. La devoción de un padre orgulloso de tener a la mejor hija posible. 
Recordaba todavía como me había sentido la primera vez que la vi. Era tan pequeña y frágil que sentía la imperiosa necesidad de protegerla por encima de cualquier cosa. Fue mi prioridad desde el primer instante. La había querido hasta el punto de dar mi vida por ella si hubiera sido necesario. El nacimiento de aquella personita me había cambiado la vida. Había conseguido que me sintiera adulto y responsable por primera vez en mi vida. Era muy joven cuando nació, y quizás por ello sentía que había sido un crío hasta ese momento. Desde aquel día hubo un motivo más por el que respirar. Tenía que ser todo lo bueno que pudiera ser porque de ello dependía una nueva vida a la que siempre quise darle lo mejor. Tener un hijo era algo increíblemente nuevo para mí. El miedo a hacerme mayor de repente había estado presente, pero se esfumó en un solo segundo. El mismo segundo en el que comprendí que madurar no era envejecer, ya que en aquel lugar y en aquel momento comenzaba una etapa en la que me quedaban muchas cosas nuevas por vivir; cosas que solo un padre puede disfrutar y sentir. Nunca olvidaría los primeros pasos de aquel angelito y la primera vez que de su diminuta boca salió la palabra “papa”. A lo largo de mi vida las mayores alegrías me las había brindado mi hija, la dueña de mis ojos. Fui un padre orgulloso hasta el final, y hoy más que nunca quería decirle que la quise desde su primer latido hasta el último de los míos. Y ahora que mi corazón se había parado la quería más todavía.
Observando el ahora triste rostro de mi hija me acordé de una persona que no estaba presente  aquel día. Era alguien que me había abandonado a su pesar hacía varios años. Mi devota esposa no estaba allí porque había partido antes que yo hacia el descanso eterno, y ahora estaría esperando para recibirme con todo su amor y así volver a ser uno del otro. Aquella mujer había sido hermosa hasta la última y más minúscula de sus arrugas. Me gustaba todo de ella, incluso su fuerte carácter. Cada gesto, cada guiño, cada rasgo característico eran  únicos e inmejorables. La conocí y me enamoré de ella en el mismo instante . Supe enseguida que quería formar mi familia con aquella mujer. Sería la madre de mis hijos y la compañera que haría su vida conmigo, ayudándome a quitar las piedras del camino y a construir nuevos senderos juntos. Una mujer dulce y devota madre. Amaba como esposa y adoraba como madre. Me lo dio todo y se llevó con ella mi corazón. El vacío que dejó el día que murió fue inmenso y fue necesario todo el cariño y apoyo de mi familia para atenuar levemente el dolor. Aprender a convivir con la añoranza constante fue lo más duro que tuve que hacer en mi larga vida. Ahora deseaba con todas mis fuerzas volver a tenerla entre mis brazos. Ella me había mantenido joven. Cuando la veía cada mañana con su taza de café humeando entre sus suaves y delicadas manos me sentía afortunado. Me dio hijos, nietos y bisnietos. Me dio una familia idílica y me hizo mejor persona. Era lo que era porque ella me supo amar como nadie. Envejecer a su lado fue ser un poco más joven cada día.
Para volver a reunirme con mi anhelada esposa no tenía que decir adiós, sino hasta pronto a todas aquellas maravillosas personas que allí se encontraban. Un hasta pronto con deseos de que fuera lo más lejano posible. Eran sentimientos enfrentados y muy fuertes. Sabía que volvería a verlos a todos y sin embargo me costaba mucho la despedida.
Los miré a todos por última vez. A aquellos que compartieron mi infancia. Los que  me vieron crecer y madurar. Los que estuvieron a mi lado en los buenos momentos y los que estuvieron en los peores.  Aquellas personas que me ayudaron a sentirme joven cuando mi cuerpo empezó a decirme lo contrario. Todas ellas eran importantes y por ello costaba tanto dejarlas allí y partir a un lugar nuevo y desconocido para mí. 
Los miré por última vez deseando lo mejor para cada uno de ellos. Y lo mejor que podía desearles era que tuvieran la misma maravillosa vida que tuve yo. Me sentía afortunado y deseaba que ellos se sintieran igual de dichosos.
Me dirigí a mi padre dispuesto a dar el primer paso hacia mi nuevo hogar. Tenía curiosidad por saber que me esperaba ahora, pero no me asustaba ni me inquietaba ya que sabía que si mi padre estaba a mi lado nada malo podía pasarme. 
Ahora tenía que reunirme con aquellos que hacía tiempo me habían abandonado. Deseaba sobre todo volver a tener frente a mí, los ojos de mi hermosa mujer. 
Una última mirada a mi cuerpo frío y sin vida sirvió para despedirme de mi antigua existencia, que fue plena gracias al saber convivir con el paso del tiempo. Para mí siempre fue un arte el saber envejecer. Pasé toda mi vida perfeccionando ese arte. Viviendo cada momento como si fuera el último y comprendiendo que cada edad y cada experiencia había que vivirlas plenamente, sin miedo a que una vez vividas quedaran atrás. Siempre tuve claro que si algo quedaba en el pasado era para dejar espacio a que algo nuevo entrara en nuestras vidas para ofrecernos nuevas experiencias y nuevas vivencias que no sentiríamos igual en otro momento del camino.
Miré hacia delante una vez más y dí gracias por poder recordar mi vida con júbilo y no arrepentirme por no haber vivido más. El arte de envejecer había guiado mi vida. Era hora de empezar con el arte de recordar.

jueves, 17 de noviembre de 2011

UNA PALABRA, UN TODO


 
Hace seis años conocí la palabra amor.
Una palabra con cinco iniciales.
Una palabra con apellido y nombre propio.
Una palabra con sentimientos.

Amor empieza por D.
Devoción por la persona amada.
Dedicación para el cuerpo.
Dulzura para el corazón.

Amor empieza por A.
Acierto de nuestro camino.
Alegría para el alma.
Ayuda incondicional.

Amor empieza por V.
Vistas a un futuro esperanzador.
Vida compartida y feliz.
Verdad total y absoluta.

Amor empieza por I.
Imaginación de un futuro común.
Ilusión por cada despertar.
Instantes de locura y pasión.

Amor empieza por D.
Destino único e irrevocable.
Dureza ante la adversidad
Dolor ante la separación.

David quiere decir amor para mí.
Un nombre, una palabra y un único significado.
Tú y yo somos dos partes de un todo.
Amor es sin duda tu nombre.

Para mí el único.
Para mí el mejor.
Para mí todo.
Para mí siempre.

Cada mañana amor es lo que veo.
Cada tarde cariño es lo que siento.
Cada noche pasión es lo que quiero.
Cada día es a ti a quien tengo.

Tuya hoy.
Tuya mañana.
Tuya siempre.
Tuya nada más.

Hace seis años la suerte te puso en mi camino.
Hace seis años empecé un nuevo sueño contigo.
Hace seis años olvidé la palabra soledad.
Sin dudar es a ti a quien siempre voy amar.






lunes, 14 de noviembre de 2011

EL MEJOR REGALO DEL MUNDO

Carlitos estaba muy contento esa mañana porque era su cumpleaños. Cumplía diez años y su padre le había prometido que cuando volviera de trabajar en la mina le daría su regalo. Estaba seguro de que sería algo especial; siempre lo era.
El reloj marcaba las tres de la tarde cuando sonó el teléfono. A esa hora su padre ya debería estar en casa, por lo que Carlitos corrió a descolgar seguro de que era él quien llamaba para darle algún tipo de sorpresa. Pero al otro lado de la línea la voz que escuchó no era la esperada, si no la de un hombre con voz ronca y seria que preguntaba por su madre. Desilusionado y cabizbajo le pasó el teléfono y se sentó de nuevo a la mesa a esperar que su padre llegara. Sin que Carlitos supiera el porqué, su madre se quedó inmóvil con el teléfono en la mano sin decir nada. Miró a Carlitos con cara de desolación y se dejó caer en una silla a la vez que el auricular se le caía de las manos precipitándose violentamente contra el suelo. Carlitos se asustó y corrió rápidamente junto a su madre, que le abrazó con fuerza mientras rompía a llorar.
Aquella mañana el padre de Carlitos había sufrido un desafortunado accidente y todavía no sabían si estaba vivo o muerto. La vieja mina donde se encontraba trabajando había sufrido un desprendimiento y estaban haciendo todo lo posible por rescatar a los mineros que habían quedado atrapados, entre los que se encontraba su padre.
Salieron corriendo de casa y se dirigieron al lugar del accidente. Al llegar al final del trayecto Carlitos no pudo evitar ponerse nervioso. Aquel lugar estaba lleno de gente; bomberos, policía, ambulancias, otros mineros... pero ninguna de aquellas personas eran conocidas para él. Carlitos solo intentaba vislumbrar de entre todo aquel bullicio de gente la figura de su padre; miraba cada rostro con una ansiedad patente intentando distinguir el suyo. Uno de aquellos mineros que se encontraban en la zona se acercó a su madre con cara de abatimiento y le dijo algo que él no alcanzó a escuchar, pero que la deprimió todavía más. Viendo el rostro desencajado de su madre y la tensión que invadía todo aquel lugar Carlitos comenzó a entender que algo malo había pasado y que su padre no iba aparecer con su tan esperado regalo. Se puso muy triste. Se quedó pensativo por un momento y luego se abrazó fuertemente a su madre diciendo: <<¡El único regalo de cumpleaños que quiero es ver a mi papa y que esté bien!>>. Su madre le miró sorprendida e intentó contener las lágrimas para no preocupar más al niño, pero sus ojos no eran capaces de ocultar un gran desconsuelo.
Pasaban los minutos sin que Carlitos alcanzara a ver algo más que a gente corriendo de un lado para otro gritando y llorando. De pronto alguien llamó a su madre. Instintivamente y sin dudar en lo que debía de hacer, ella le cogió de la mano y corrió hacia las ambulancias. Según se iban acercando a la muchedumbre que rodeaba la zona de vehículos reconoció un rostro inconfundible para él; el de su padre. Estaba tendido sobre una camilla y lo metían en una ambulancia. Su madre corrió hacia él y lo abrazó con fuerza. Aunque tenía diversas heridas y era patente su agotamiento hizo un gran esfuerzo y consiguió girar la cabeza para ver a su hijo y felicitarle el cumpleaños. Carlitos le sonrió y dijo; <<¡Tengo el mejor regalo del mundo; a mi papa!!>>.

sábado, 12 de noviembre de 2011

UN BANCO EN EL CAMINO

Aquella tarde, como cada día al llegar las siete, me enfundaba mi habitual ropa de deporte, mi MP3 y me iba a correr durante una hora por el largo y plácido camino que bordeaba el río. Una rutina que duraba ya tres años y que me servía para desconectar de mi agobiante y poco gratificante trabajo y de las demás responsabilidades de mi vida cotidiana. Algo aparentemente tan sencillo como correr para mí era la única cosa que realmente me hacía sentir bien. Correr sintiendo como me acariciaba el viento en la cara, acompañado por la reconfortante sombra de los árboles o incluso mojado por la repentina lluvia de invierno hacía que me sintiera libre, como los alegres pájaros que revoloteaban entre las altas ramas. Durante esa hora solo existía yo y el camino que se me presentaba por delante a cada zancada. Trotaba con la mente totalmente despejada; sin pensar en nada más que en lo gratificante que eran esos momentos de soledad y evasión. Era consciente de que a mi paso se cruzaban muchas otras personas que, al igual que yo, buscaban en aquel idílico lugar rodeado de vegetación y acunado por el susurro del río avanzando sigiloso hacia su destino, un momento para desconectar de sus obligaciones y responsabilidades. Sin embargo, nunca me había parado a analizar nada de lo que me rodeaba.
Aquella tranquila y calurosa tarde de verano era ideal para disfrutar de mi paraje preferido, ya que los majestuosos árboles que cubrían todo el paseo aportaban una relajante brisa fresca que conseguía transportarme a otra estación estival más amable y menos sofocante. El río, que lloraba la escasez de agua típica de la época, seguía sin embargo regalando su tímido y embriagante canto. Desde los árboles, que se extendían majestuosos sobre mi cabeza, llegaban los cantos de sus alados habitantes ocultos entre el follaje. Era sin duda un festín de sonidos para el oído del paseante.
Estando absorto en medio de mi mundo de tranquilidad y serenidad y encontrándome en medio de aquel bello paisaje, la torpeza hizo acto de presencia para obligar a mi despistado pie derecho a posarse sobre una solitaria piedra que descansaba en medio del camino. La respuesta de mi cuerpo fue inmediata y en un instante noté como un fuerte dolor punzante se instalaba en mi tobillo. Intenté dar otro paso más, pero el dolor hizo tambalear mis fuertes rodillas obligándome casi de forma inconsciente a sentarme en un viejo y malgastado banco de piedra que se encontraba justo a mi lado esperando para recogerme sobre su cálido asiento y reconfortarme de mi mal afortunado traspié.
Maldije cien veces mi torpeza y cien veces no me sirvió de nada. Notaba como una molestia latente se instalaba en mi tobillo sin intención de abandonarme a corto plazo. No podía hacer otra cosa que esperar que no fuera más que una leve torcedura, que con suerte se me pasaría en un par de horas, lo que no iba a evitar que tuviera que regresar a mi céntrico piso acompañado por una indeseable cojera. Sin embargo, si el mal aventurado destino me obsequiaba con algo más grave no tendría más remedio que suspender por una temporada mi anhelada huida de las responsabilidades diarias.
Decidí esperar durante un rato sentado en aquel apacible recodo del camino con la esperanza puesta en que el dolor desaparecería tras una pausa forzada por las circunstancias. Me sentía ridículo e incómodo encontrándome en aquella tesitura. Opté por acomodarme y disfrutar de mi obligado descanso en la medida de lo posible aunque sin tener muy claro que hacer. Apague el MP3 y me dispuse a disfrutar del agradable paisaje; de sus olores, de sus sonidos, de sus vistas… en definitiva, de todo lo que me rodeaba.
Era la primera vez en todo aquel tiempo que me paraba a analizar toda aquella majestuosidad que me envolvía con su manto de magia y encanto especial, y me di cuenta con tan solo echar un vistazo a mi alrededor, de que aquel espacio natural estaba más vivo de lo que nunca me había imaginado; y no solo por los alegres pájaros, los inquietos insectos o los antiquísimos árboles, si no que en aquel rincón de la ciudad se daban cita una gran variedad de personas que caminaban, corrían, reían y jugaban libres de preocupaciones; o eso me parecía ver reflejado en los rostros de cada uno de aquellos desconocidos que seguramente me acompañaban a diario en mi particular evasión de la realidad y en los que nunca había centrado mi atención. Me parecía increíble el estado de desconexión en el que me sumía una vez que pulsaba el play de mi MP3 y comenzaba a trotar por aquel camino. Realmente mientras mi cuerpo disfrutaba de aquel discreto río que discurría sigilosamente a las afueras de aquella ruidosa y ajetreada ciudad mi mente viajaba si cabe más lejos para vagar en total soledad.
Intenté centrar mi atención en algo concreto, pero una labor aparentemente tan sencilla como hacer que mi mente se centrara en un solo punto se me hacía prácticamente imposible. Todo a mi alrededor rebosaba vida y despertaba en mí una curiosidad que hasta aquel momento había permanecido dormida en algún lugar oculto del subconsciente.
Cerré los ojos, respiré hondo y dejé la mente totalmente despejada. Disfruté de aquellos olores como no lo había hecho nunca antes intentando percibir cada tonalidad oculta en aquellas fragancias que me regalaba la naturaleza. Envuelto por aquellos embriagantes aromas percibí un olor curiosamente familiar. Era un olor que me hizo recordar mi infancia; olía a regaliz.
Abrí los ojos para buscar el origen de aquel dulce aroma y para mi sorpresa frente a mí se encontraba un pequeño niño que no debía superar los cinco años. Entre sus manos sostenía con fuerza una bolsa llena de regalices y parecía mirarme con gesto burlón y cara pícara. Tenía el pelo alborotado y la ropa levemente manchada de tierra, lo que era bastante habitual en los niños de su edad. No sabía cuanto tiempo llevaba plantado ante mí, pero no perecía tener intención de moverse de su actual emplazamiento. Sus pequeños ojos verdes desprendían un tierno brillo que reflejaba la inocencia típica de quien no tiene preocupaciones ni responsabilidades. En un rápido pero inesperado movimiento, aquel bajito desconocido alzó su diminuto brazo acercándome su preciada bolsa de regalices. Aquel dulce y embriagante aroma llegó a mis fosas nasales con más intensidad, consiguiendo robarme una sonrisa involuntaria al transportarme a un recuerdo de mi infancia que se encontraba en algún rincón olvidado de mi memoria.
Antes de que me diera tiempo a reaccionar, un brazo más largo y que parecía haber salido de la nada sujetó aquella pequeña extremidad que me ofrecía un humilde dulce y la alejó de mí rápidamente. Levanté la vista y comprobé que se trataba de una mujer de unos 35 años, algo desaliñada y con cara de preocupación. Me dirigió una mirada fugaz pero inquisitiva que me pareció desmesurada. Aunque comprendía que no le hiciera gracia que su hijo ofreciera sus golosinas a un desconocido, no podía dejar de pensar que había sido el pequeño muchacho quien se me había acercado, y ni siquiera me había dado la oportunidad de abrir la boca. La mujer se dio media vuelta y arrastró al chiquillo con ella sujetándolo del brazo mientras le impartía algún tipo de advertencia sobre los hombres que se encontraban solos y con cara de aturdidos en un solitario banco.
Observando como aquella madre y aquel hijo se alejaban por el mismo camino que me había llevado al lugar donde ahora permanecía involuntariamente postrado, llamó mi atención un viejo vagabundo que caminaba sin apenas levantar los pies, con una incipiente barba canosa y un desastroso corte de pelo. Miraba al suelo como si buscara algo, pero sin detenerse en ningún momento. Sentí pena por él. Me imaginé como sería su vida. Seguramente todas sus preocupaciones se reducían a tener comida y un lugar donde dormir. Quizás ese tipo de vida le hacía feliz, o quizás estaba obligado por las circunstancias a vivir de aquella manera. De cualquier forma no pude evitar sentirme agradecido de tener una casa a la que regresar y un trabajo, que aunque a veces odiado, estaba ahí para permitirme vivir desahogadamente.
Quizás el mayor lastre que nos ha tocado arrastrar en esta sociedad materialista es el hecho de que nunca estaremos contentos con lo que tenemos. Anhelamos lo que tienen los demás y no apreciamos lo que nosotros mismos poseemos. No puedo negar que en multitud de ocasiones yo mismo hubiera deseado romper con todo; con mi trabajo, mis responsabilidades, mis obligaciones… dejarlo todo sin mirar atrás. Sin embargo, en ese momento y viendo aquel pobre hombre me sentí afortunado de la vida que me había tocado vivir. Aunque tenía un trabajo que no me gustaba y al que tenía que ir cada día por imposición social para poder mantenerme y para alcanzar el estatus que la gente esperaba de mí, bien es cierto que gracias a él nunca había pasado hambre y nunca me había faltado un techo bajo el que resguardarme; no como aquel peculiar individuo de edad indeterminada, futuro indeterminado y esperanzas indeterminadas. De cualquier forma, éstas solo eran suposiciones mías; quizás aquel habitante del mundo había adoptado aquella forma de vida voluntariamente y era feliz vagando libremente por las calles sin tener que dar explicaciones, sin que nadie esperara nada de él, sin obligaciones ni responsabilidades. Podría hacerle feliz el simple hecho de ser libre y dueño de su propio destino.
Casi sin darme cuenta mi curiosidad cambio de dirección y se centró en un joven que pasó corriendo por delante del vagabundo que hasta ese momento había monopolizado mi atención. Se trataba de un chico alto y corpulento que corría mirando al frente con paso constante y decidido y cuya silueta fue perdiéndose en la lejanía mientras se hacía cada vez más y más pequeña hasta desaparecer completamente. No pude evitar pensar que quizás así es como me veía a mí la gente que se cruzaba a mi paso cuando vagaba perdido en mis pensamientos, sin mirar jamás a un lado y con la mirada perdida en el infinito. No debía ser más que una silueta en movimiento que aparecía y desaparecía ante la mirada despistada de los paseantes; un fantasma que estaba ahí pero que era invisible a ojos de la mayoría.
Aquella fue un visión fugaz pero que me hizo reflexionar sobre si la huella que dejaba en otros aspectos de mi vida era el mismo que dejaba en aquel camino; una débil huella en la arena que se borraba con un leve soplo de viento en la que nadie reparaba. Me deprimió aquella idea. Quizás no estaba aprovechando mis oportunidades y todo lo que había hecho hasta el día de hoy no había valido la pena porque nadie lo recordaría. Me di cuenta de que en los últimos años había pasado como una sombra por mi propia vida; sin llamar la atención, siempre esperando a que otro diera el primer paso, sin involucrarme en nada ni con nadie. Mis pocos amigos habían ido cada uno siguiendo sus propios sueños y ambiciones y cada vez nos veíamos menos. En cuanto a mi familia, podría decirse que tenía difícil acceso a mi vida, ya que me esforzaba constantemente en mantenerlos a distancia para salvaguardar la que yo creía que era mi valiosa intimidad pero que en realidad era el miedo a que descubrieran que no era feliz. Había ido perdiendo contacto con todos los que me rodeaban, quizás porque no era capaz de encontrar mi sitio entre ellos. Hasta ese momento no fui consciente de lo solo que me encontraba. Sentí como la angustia se apoderaba de mí y se manifestaba en forma de nudo en la garganta. Siempre me había considerado un hombre poco sentimental, pero en aquel momento me hubiera gustado estar solo en el confortable sofá de mi piso para poder llorar sin que nadie reparara en mí. Sin embargo no estaba solo y tuve que contener mi congoja para no despertar más curiosidad de la necesaria en los paseantes.
Aquel banco de piedra donde yo llevaba casi una hora sentado, debía llevar en el mismo sitio desde hacía más de una década observando a los cientos de personas que recorrían cada día aquel escondido y relajante rincón de la urbe apartado del mundanal ruido. Allí estaba sin decir nada, inmóvil, soportando el frío invierno y el tórrido sol de verano. En todos aquellos años habría sido testigo de las penas y alegrías de los viandantes. Conocería sus secretos más inconfesables y habría sido cómplice de sus mentiras. Arroparía a los amantes del camino y acogería a las almas perdidas. No alcanzaba a imaginar las historias que podría contar aquel ser inanimado si poseyera el don de la palabra; sin embargo son historias que jamás nadie conocería. Mis desvaríos mentales de esa tarde serían una de tantas otras historias que quedarían gravadas sobre su fría piedra.
Pensando en todo aquello me di cuenta de una verdad dolorosa; aquel banco solitario era el único que en realidad me conocía. Me había visto pasar cada día durante tres años sin detenerme observando como me perdía en la lejanía, y hoy al hacer gala de mi torpeza me había recogido en su regazo para hacerme despertar de mi letargo emocional. Me había demostrado que si no cambiaba mi estilo de vida acabaría solo y amargado, quizás con la única compañía de siete gatos. Era curioso que toda aquella tormenta de suposiciones, miedos y dolorosas realidades hubiera estallado allí, sin más.
Nunca me habría imaginado que mi vida daría un vuelco tan grande a causa de una piedra en el camino, ya que aquel descanso forzado me había abierto los ojos de una manera inexplicable. Ahora lo veía todo diferente. Sentía que no quería seguir solo. Quería formar parte de algo; quizás de alguien.
Mientras seguía dándole vueltas a mi reciente descubrimiento sobre el profundo y oscuro agujero negro en el que había estado escondido todo aquel tiempo, una desconocida pero agradable voz me transportó de vuelta al mundo real.
Aquella voz pertenecía a una atractiva joven de ojos negros que se había parado a comprobar si yo, un auténtico desconocido para ella, se encontraba bien. Sus carnosos labios volvieron a preguntar por segunda vez sobre mi indisposición ante la ausencia de respuesta a la primera pregunta. Esta vez reaccioné y pude contestar. Le dije que se trataba de una leve torcedura y que no se preocupara. La muchacha sonrió y me tendió su mano a modo de presentación. Se llamaba Carla y era verdaderamente preciosa. No podía disimular mi nerviosismo. Las manos me sudaban y un pelotón armado con palabras y frases sin sentido se agolpaba en mi garganta haciendo fuerza por salir y revelarse, aunque por fortuna pude contenerlo a tiempo. Me concentré en aparentar ser un hombre tranquilo y seguro de sí mismo, lo que dado las circunstancias actuales no me resultó demasiado sencillo. El porqué aquella joven se había fijado en mí era algo que no llegaba a comprender.
Sin saber el motivo que había llevado a aquella llamativa desconocida a entablar una conversación con un completo extraño, empezamos a conversar. Aunque en un primer momento pensé que se trataba simplemente de amabilidad o pura educación, resultó que la chica que me había traído de vuelta a la realidad ya me conocía; o mejor dicho… me distinguía del resto de paseantes de aquel lugar. Me contó como cada día desde hacía casi un año se cruzaba conmigo en aquel camino y como le había llamado la atención el hecho de que yo jamás desviara la vista para mirar a nadie. Me contó también como en multitud de ocasiones se había dedicado a hacerme guiños o muecas al pasar por mi lado por la simple diversión de constatar que yo vagaba ajeno al mundo que me rodeaba. No pude evitar sentirme ridículo y pensar que ella tendría una impresión de mí similar a la que tendría de un antisocial cualquiera. Pero ante mis temores e inseguridades y para mi sorpresa, resultó que no era así; parecía ser que le resultaba gracioso y en cierta forma le había hecho compañía en todas aquellas tardes de deporte inconscientemente compartido. La conversación se prolongó casi una hora de la manera más natural, y casi sin haberlo imaginado quedamos en vernos al día siguiente. Aunque todavía sintiera alguna molestia en el pie estaba seguro de que no faltaría a la cita con aquella maravillosa mujer; aunque fuera necesario hacer el camino a la pata coja. En mi nueva visión del mundo quería incluirla a ella también. Podría resultar precoz y pretencioso querer formar parte de la vida de una persona a la hora de haberla conocido, pero sin embargo, algo me decía que aquella piedra en el camino con ayuda de aquel fiel banco de piedra tenían reservado algo bueno para mí, y que esta vez tenía que ir a por ello; no dejaría que la inercia de mi vida siguiera gobernando mi destino.
Carla se alejo despidiéndose con una deslumbrante sonrisa y con la promesa de un nuevo encuentro al día siguiente. Un encuentro que ya anhelaba.
Durante la media hora siguiente permanecí sentado en el mismo lugar con una involuntaria sonrisa implantada en la cara. Contemplé como mucha más gente pasaba frente a mí y ahora sí que los veía; los niños con sus relucientes bicicletas, los abuelos con sus inquietos nietos, las parejas acarameladas y felices… un sinfín de caras nuevas para mí que ahora sí contaban con toda mi atención.
Cuando por fin me decidí a emprender el camino de regreso a la soledad de mi apartamento, me di cuenta de que el dolor que me había obligado indirectamente a replantearme mi existencia había remitido. Era alentador saber que no tendría que renunciar a mi paseo diario por aquel afortunado tropiezo.
Durante todo el recorrido de vuelta fui contemplando cada rostro, cada gesto, cada mirada… quería empaparme del mundo. Quería emborracharme de vida. Quería sentir que pertenecía a aquel lugar y que era uno más.
Aquella tarde había renacido como persona. Todas aquellas reflexiones me habían impulsado a cambiar mi actitud hacia los demás y romper la frágil burbuja que me había mantenido aislado de todos. Llamaría a mis amigos y estrecharía la relación con mi familia; no alejaría nunca más a la gente importante de mi vida.
Me alejé de aquel lugar con la promesa hecha de volver al día siguiente; pero esta vez para reencontrarme con una antigua desconocida que ahora se presentaba como la promesa de un futuro en común.

Durante los meses que siguieron a aquella reveladora tarde seguí disfrutando de mi apacible paseo diario. Ahora sin embargo no iba solo. Aquella encantadora joven que había irrumpido en mi vida por casualidad era ahora mi acompañante y confidente. Recorríamos aquel lugar cada día empapándonos de historias ajenas y creando las nuestras propias.
Lo que empezó como una bonita e inesperada amistad fue convirtiéndose en algo más. Aquella mujer me hacía reír como nadie. Había conseguido sacar lo mejor de mí y me había convertido en una persona más abierta y optimista. A su lado me sentía como un niño que está descubriendo todo por primera vez. Cada día era una aventura a su lado. Esperaba durante todo el día ansioso por que llegara la hora de ver a mi preciosa acompañante.
Según transcurrían los días los paseos fueron dando lugar a las comidas. Las comidas dieron lugar a las cenas. Y las cenas dieron lugar al fin de las noches solitarias en mi apartamento.
Era extraordinaria la sensación de felicidad que sentía al despertarme al lado de Carla. Había noches que me pasaba más de una hora mirando como dormía; sintiendo su pecho contra el mío mientras soñaba envuelta en mis brazos. Me gustaba imaginar que era el protagonista de sus sueños.

Había pasado justo un año desde la primera vez que había visto aquellos ojos risueños mirándome con descaro y ternura y había decidido dar un paso más en nuestra relación. Sabía que no quería pasar ni un solo día alejado de ella, y por eso aquella tarde cuando paseábamos como cualquier otra pareja me detuve al pasar frente al banco donde la había conocido. Ella se sentó y me miró con dulzura; como siempre hacía. No podía evitar pensar que era la mujer más hermosa e increíble que había conocido nunca. Todo en ella me parecía perfecto.
En aquel momento la miré a los ojos, le sujeté su pequeña y aterciopelada mano y me arrodillé ante ella. Su cara de sorpresa agudizó mis nervios, y con un contenido temblor en el pulso conseguí sacar de mi bolsillo la pequeña cajita que escondía mis intenciones. Al abrirla y dejar al descubierto el anillo que esperaba que ella aceptara, me di cuenta de que una lágrima se precipitaba por su suave rostro. Sus ojos desprendían un fuerte brillo y noté como su respiración se aceleraba. En aquel momento supe exactamente que decir. Las palabras salieron solas de mis labios en forma de proposición de matrimonio. Ella me miró durante lo que me pareció el minuto más largo de mi vida sin decir nada. Cuando ya estaba temiendo un rechazo que me partiría el corazón, Carla se precipitó sobre mí con un fuerte abrazo mientras me contestaba que sí; que se casaría conmigo.
Sus labios y los míos se fundieron en un apasionado y largo beso que selló nuestro compromiso dejando como único y fiel testigo a aquel banco que nos había unido tiempo atrás.
En todos los años que vendrían por delante siempre recordaríamos aquel lugar; no solo por ser escenario principal de nuestro romance, sino por ser el bendito culpable de mi reconversión como persona. Aquel no era un simple banco en el camino… era la puerta de mi propio camino.

ESTOY CANSADA DE SER MUJER

Ante nosotros encontramos una expresión tan utilizada por el género femenino a lo largo de la historia, que de ser cierta, sin lugar a dudas, ya no existirían las mujeres. Por suerte para nosotras es una frase con tanto sentido común como “Paquirrín”. Porque...¡seamos sinceras!: ¡La alternativa es, cuanto menos, peor!.
¡Ser un hombre! ¡Qué idea tan meditada y sopesada! Si no fuera por la incoherencia diría que es una frase típica de tíos, ya que carece de base racional. Está más que claro que cuando una de nosotras se deja llevar por la insensatez que permite que de nuestros labios salgan tales imprudencias, no somos del todo dueñas de nuestro raciocinio.
¿Qué ser humano totalmente cuerdo y poseedor de una capacidad intelectual media (ya no diga alta) elegiría ser hombre pudiendo ser mujer? La respuesta es tan obvia que si no la ves te das con ella de narices: NINGUNA.
Si nos paramos a analizar una a una las diversas razones argumentadas por las temerarias féminas que afirman tal atroz disparate, no haremos más que confirmar, con más convicción si cabe, que están más perdidas que Zapatero con el tema de la crisis económica.
Analicemos pues alguno de estos insustanciales motivos:

MOTIVO 1: ¡Este pelo no hay quién lo domestique!
Aunque no puedo negar la evidencia de que una larga melena puede hacernos sudar la gota gorda para conseguir dejarla a nuestro gusto, no es menos cierto que nos encanta presumir de peinado. ¿Qué seria de nosotras si en vez de pelo encrespado o puntas abiertas tuviéramos que enfrentarnos a entradas tan grandes que hasta poseen porche propio? Imaginaros lo que sería despertarse cada mañana y descubrir que tu almohada tiene más pelo que tú. Y desde luego nunca más podríais usar la expresión “llevar la melena al viento”, ya que sería el viento el encargado de llevarse el poco pelo que tendrías. Cabe mencionar que ante las ganas de un posible cambio de look solo podrías barajar dos alternativas: hombre interesante con canas u hombre interesante sin canas; todo lo demás sería muestra de una posible, y más que segura, homosexualidad encubierta.

MOTIVO 2: ¡Odio tener la regla!
En este punto quiero detenerme y hacer un llamamiento a las mujeres del mundo para que reflexionen sobre este tema.
¿Realmente es tan malo que durante 3, 4 o incluso 5 días al mes puedas cabrearte sin tener que buscar un motivo; qué puedas ser borde, desagradable e incluso ruin, y que la ciudadanía lo entienda sin reproches añadidos porque te encuentras... “en uno de esos días”? Es más...¿Es algo tan terrible qué puedas hincharte a comer chocolate y demás sucedáneos sin ningún tipo de remordimiento? A cambio de todo esto solo pagamos la incomodidad de unos días algo molestos y algún que otro malestar temporal. Nada que no sufra también el hombre, porque para que engañarnos... nuestra incomodidad se traduce en su mal humor, y nuestros dolores de ovarios en los suyos de cabeza; pero ellos no tienen excusa que les justifique y exima de tales males.

MOTIVO 3: ¡Ellos no tienen celulitis!
¡Esto es cierto! Ellos no sufren la tan temida y odiada celulitis que tantas amarguras aporta a la vida de una mujer; sin embargo, sufren una rara malformación llamada “barriguita de la felicidad”, también conocida (entre los más sinceros) como “barriga cervecera”. No podemos olvidarnos tampoco de esas glándulas sudoríparas, que aunque no son visibles, si son apreciables por otros sentidos (es decir, olfato). Y si a nosotras se nos acusa deliberadamente por tener un poco de grasa acumulada tenemos que reivindicarnos y decir: ¡Si a la piel de naranja; No a la carne de cerdo!.

MOTIVO 4: ¡Odio tener tetas!
A las que osen afirmar semejante necedad las invito a que hagan la siguiente reflexión: Si dos bultos en el pecho, que no están en contacto con ninguna otra parte de tu cuerpo te molestan...¿qué harás con algo que va continuamente colgando y molestando entre las piernas? A cada paso que dieras debería invadirte el temor a decapitar a tu segundo cerebro. Yo personalmente prefiero sufrir dolor de espalda.
Por otro lado, y aunque no nos guste demasiado mostrar nuestro ego o alta autoestima, sabemos y somos conscientes, sin duda, de que con una buena delantera puedes atraer a un chico que te gusta. A la inversa podría producirse una situación incómoda, porque intentar demostrar ciertas cualidades para entablar contacto puede considerarse, en ocasiones, hasta delito (a no ser que seas actor porno).

MOTIVO 5: ¡Depilarse es un tostón!
¿Y por qué nos depilamos? Porque los pelos solo nos resultan atractivos si están en la cabeza, con lo que, si fuéramos tíos...¿Seríamos ositos de peluche o nos depilaríamos igual, solo que con más dolor y sufrimiento? Un voto de sinceridad; el sufrimiento compensa, y quien diga lo contrario miente, porque puede ser verdad que con un peluche se duerme, pero si albergas la esperanza de conseguir algo más que una inolvidable noche de ronquidos compartidos, más te vale asemejarte al muñeco Kent que al monstruo de las galletas.
MOTIVO 6: Las arrugas...ese cruel enemigo.
Una arruguita o una pata de gallo; son minucias si las comparamos con esas autovías faciales masculinas. La frente de una mujer en raras ocasiones conseguirá igualar a ese mapa de carreteras de España que se dibuja, a escala y en relieve, en el rostro de un hombre. Por no querer hacer mención a esas orejas que parecen atraer a la ley de la gravedad como Belén Esteban a las exclusivas; y encima con sus habituales deficiencias capilares no serán capaces de disimularlas, y me aventuro a decir que los que se atreven, suelen obtener el resultado inverso. Sin albergar duda alguna afirmo que es preferible invertir en cremas faciales que en injertos capilares para disimular complejos de Dumbo o de mapamundi.

MOTIVO 7: ¡No se andar en tacones!
Sin pretensión de ser borde: ¡Pues aprende! Si fuiste capaz de dominar uno de los idiomas considerados más complicados del mundo (y me refiero al castellano, no al lenguaje de los hombres), de cocinar platos en los que tardas más en prepararlos que en comértelos, e incluso conseguiste aguantar a tu suegra...¿no vas a ser capaz de andar de puntillas con ayuda de unos tacones? Y siempre es mejor un dolor de pies que un “tufo” a pies; y de eso los hombres entienden, porque toda su amplia gama de modelos de calzado (reducida a tenis, zapatos con cordón y zapatos sin cordón) parecen estar en guerra con la transpiración.
El simple hecho de tener 5, 10 o 15 cm más solo con un par de tacones ya nos hace más diestras en el control del tamaño que cualquier hombre; y eso si... ¡los centímetros si importan!.

Aunque podría explayarme dando más de 100 motivos por los que una mujer erróneamente quisiera cambiar de sexo, no lo haré. Dejaré que las mujeres sigan quejándose. Que se lamenten por no haber nacido más brutas, grandes, bastas y peludas. Yo por mi parte estoy encantada con ser mujer, porque para que negarlo... me gustan los hombres; para convertirme en un tío y no gustarme las mujeres...¡los gays sufren más que nosotras!.
De todas formas es mejor y recomendable que los tíos sigan pensando que ser mujer es un suplicio, ya que si no la frase que escucharíamos a todas horas sería: ¡Estoy harto de ser hombre!; y en ese caso no podría dar argumentos para disuadirlos de su idea, ya que estarían en lo cierto.

49-11

Había pasado más de una hora desde que Oliver se había acostado, pero no era capaz de dormirse. Aquella noche estaba nervioso. Era la primera jornada de sus tan ansiadas y esperadas vacaciones de verano. El día que le esperaba en tan solo unas horas se le dibujaba en la mente una y otra vez impidiéndole conciliar el sueño. Tenía infinidad de planes para todas esas largas mañanas y tardes de su prometedor verano, y no iba a malgastar ni un segundo de su tiempo.
El día siguiente lo tenía perfectamente planificado. Se levantaría temprano y se dispondría a ir en bicicleta dando una vuelta hasta las piscinas del pueblo vecino que se encontraba a 3km. Allí había quedado con sus amigos para comer. Sería una comida al aire libre disfrutando de la tortilla de patatas de su madre y la ensaladilla rusa que llevarían sus colegas. Por la tarde no regresaría más allá de las cinco, ya que contaba con una hora para ducharse y cambiarse antes de bajar a la ciudad y disfrutar de una buena película de terror. Para terminar el día, y hacerlo si cabe más completo, cenarían en algún restaurante “fast food” antes de volver al pueblo.
Para un quinceañero como él, el día no podía presentarse mejor, y nada ni nadie se lo podría estropear.

Mientras repasaba mentalmente sus planes para la jornada que tenía por delante, un ruido extraño le sobresaltó. Procedía del salón, en la planta baja de la casa. Sabiendo que su madre tras tomarse sus pastillas contra el insomnio lo más probable es que durmiera desde hacía rato, y que su padre ese día tenía turno de noche, el ruido le produjo una repentina inquietud.
Dejó la mente en blanco apartando momentáneamente sus pensamientos para concentrase en escuchar mejor todo a su alrededor. Durante cinco minutos en los que apenas respiraba para no hacer ruido, nada parecía romper aquel silencio que se le hacía agobiante al intentar escuchar algo sin éxito. Cuando ya casi se había convencido a sí mismo de que aquel sonido extraño había sido producido por la dilatación de los muebles o de la propia casa, y dispuesto a no darle mayor importancia, volvió a escuchar algo; esta vez más nítidamente. Era como si alguien estuviera en el salón haciendo crujir el parket al arrastrar los pies a cada paso.
La idea de pensar que en su casa había entrado alguien hizo que un escalofrío recorriera su cuerpo. Una aterradora idea cruzó su mente; <<¡Son ladrones!>>. En ese caso...¿qué haría?¿Debería despertar a su madre?. Meditando sobre sus opciones se levantó lentamente de la cama intentando hacer el menor ruido posible. Deslizaba los pies sin apenas levantarlos del suelo, y respiraba lentamente por la boca debido al reciente nerviosismo que invadía su cuerpo. Sudaba; más que por el calor de la noche, por la angustia creciente que en los últimos minutos se había apoderado de él.
Decidió no despertar a su madre. Aunque era consciente de que todavía era un crío, hizo acopio de valor y tomó la decisión de bajar él mismo a comprobar lo que sucedía. No quería preocuparla y angustiarla para acabar comprobando que no había sido más que el aire golpeando una ventana. No lo gustaba la idea de quedar como un niño asustado.
Se dispuso a bajar las escaleras. Mientras descendía uno a uno los escalones que le llevaban a la planta baja, lugar del cual procedían los ruidos, el pulso se le iba acelerando. Empezó a sentir que un miedo irracional se apoderaba de él, y solo alcanzaba a repetirse a sí mismo que no pasaba nada, aunque no era capaz de convencerse.
Estaba ya en la planta inferior, desde donde ya podía distinguir la puerta del salón que se encontraba abierta. Lo poco que se conseguía ver era la silueta de la puerta y el largo del pasillo, que se dibujaban vagamente con la luz de una impresionante luna llena que asomaba tras la ventana que daba al patio trasero. Una oscuridad inquietante salía de aquella estancia. Llegado a aquel punto tenía que tomar una decisión; no sabía si seguir avanzando y descubrir el origen de aquel ruido que ocasionaba su temor, o subir corriendo las escaleras y esconderse debajo de la cama y esperar a que la fuente de su miedo abandonara su casa y su cabeza.
Optó por asomarse al salón. En seguida se arrepentiría.
Manteniendo la respiración, y con un sudor frío recorriéndole la nuca y bajándole por la espalda, se asomó ligeramente. En un primer momento no distinguió nada más que las sombras de los muebles y demás accesorios que debían de estar allí. Estando ya un poco más tranquilo y cogiendo aire lentamente, dio un paso más y entró hasta situarse un palmo por delante de la puerta. Permaneció inmóvil durante un segundo, buscando algo que justificase los sonidos que había escuchado desde su cuarto. Fue entonces cuando algo que no debía de estar allí apareció ante sus ojos.
El cuerpo se le congeló. Su sangre pareció dejar de correr por sus venas y el aire empezó a llegarle con dificultad a los pulmones. Por un segundo pensó desmayarse, pero no lo hizo.
Con la mirada clavada al frente y sin poder siquiera pestañear, pensó que no era posible lo que veían sus ojos.¡Tenía que estar soñando!. Si no fuera porque los músculos de su brazo no respondían a los impulsos mandados por el cerebro se hubiera pellizcado; lo que no le hubiera servido para nada más que para confirmar que estaba despierto.
Ante él se encontraba un extraño ser. No se trataba de ladrones; ni siquiera de personas. Tampoco era un animal. Era un ser totalmente desconocido por él. Aunque poseía dos brazos, dos piernas y la altura media de un ser humano, no lo era. Su piel era como una coraza de acero brillante, y en su rostro solo se alcanzaban a distinguir dos grandes manchas negras que ocupaban el lugar donde deberían estar los ojos. No poseía boca ni nariz. Su cabeza era ovalada, sin pelo ni orejas. Los brazos acababan en lo que simulaban ser dos largos dedos, y sus delgadas piernas eran sostenidas por dos grandes pies sin articulaciones.
Clavado e inmovilizado por el terror que aquella imagen que estaba frente a él le producía, era incapaz siquiera de hablar. Solo miraba a ese extraño cuerpo que se encontraba en su salón y no acababa de creer lo que veía. Era un alienígena, y estaba en su casa. Seguramente lo que más miedo le producía era el desconocimiento de las razones que habían empujado a un habitante de otro planeta a presentarse allí, en su casa. En su salón.
- ¿Por qué motivo se encontraba allí? ¿Qué quería aquel individuo de él? ¿Qué tenía pensado hacerle?- Estas y otras preguntas rondaban y se agolpaban en su mente buscando desesperadamente una respuesta, aunque al mismo tiempo no estaba seguro de querer saberla. En aquel momento lo único que deseaba en realidad era despertarse en su cama y descubrir que todo aquello no había sido más que una siniestra pesadilla.
No sabía cuanto tiempo había pasado desde que entró en aquel cuarto. El tiempo parecía haberse detenido. Respiraba muy lentamente, y sudaba por cada poro de su piel. La figura que se encontraba frente a él tampoco se había movido. Había permanecido inerte desde el momento en que se había plantado frente a él. No sabía como actuar ni cuanto tiempo sería capaz de aguantar allí de pie sin moverse. Sin embargo no quería hacer nada que pudiera inquietar a su inesperado visitante. No sabía que intenciones traía, aunque le tranquilizó pensar que si quisiera hacerle daño ya lo habría hecho; o eso prefería creer.
De repente el intruso dio un paso al frente, y aunque instintivamente Oliver intentó mantener las distancias dando un paso hacia atrás, no fue capaz. Fue en ese preciso instante cuando se dio cuenta de que su parálisis no era solo producto de su miedo, si no que aquel ser, de algún modo, era capaz de controlar su cuerpo.
Al contrario de lo que cabía esperar ante aquella situación de impotencia, empezó a sentirse más tranquilo sin saber muy bien porque. El pulso empezó a relajársele y el aire volvió a fluir con normalidad por sus pulmones. Incluso fue consciente de que una leve sonrisa se dibujaba en la comisura de sus labios. Supo rápidamente que el cambio en su estado de ánimo tampoco había sido voluntad suya.
En poco más de un segundo el intruso estaba delante de él, a menos de un palmo de distancia, y volvió a permanecer estático durante un buen rato frente a él, hasta que Oliver escuchó algo en su cabeza; aunque en un principio pensó que eran sus propios pensamientos enseguida se dio cuenta de que no era así. Era el alienígena que estaba intentando comunicarse con él telepáticamente. Comprobó entonces que no era capaz de articular palabra. Sus labios, al igual que el resto de su cuerpo no respondían a sus ordenes; era como si su cuerpo estuviera controlado por control remoto desde otro cerebro. Fue entonces cuando decidió relajar su mente para poder entender lo que aquel extraño visitante le estaba diciendo.

- No me tengas miedo. Estoy aquí para hablar contigo. No voy hacerte daño. Estoy controlando tu cuerpo con mi mente para evitar que te hagas daño o intentes hacérmelo a mí llevado por el miedo. Los seres humanos sois muy inestables emocionalmente. Además es mejor que no nos escuche nadie más, por lo que es mejor que yo controle esta situación. Tu no necesitas hablar, solo piensa las respuestas y yo leeré tu mente. ¿Me has entendido?
Aquellas palabras llegaban directas a su cabeza, como si se tratara de sus propias reflexiones. La voz sonaba firme pero amable y sus palabras sonaban sinceras, lo que logró que se tranquilizara ante aquella insólita e inesperada situación.
- ¿Qué quieres de mí?- fue lo primero que pasó por la mente de Oliver, y por tanto su primera intervención en aquella particular conversación-.
- Aunque te pueda sonar raro, lo que vengo a decirte es que tú, entre algunos habitantes más de este planeta, has sido elegido para llevar a cabo la misión de poder salvar la Tierra.
- ¿Salvar la Tierra?¿Yo? Venga ya... ¡si solo tengo quince años!- estaba perplejo ante lo que aquella criatura le acababa de decir. Sus padres a penas confiaban en él para quedarse solo en casa, y un extraterrestre pretendía que salvara el planeta; le parecía ridículo – Por cierto... ¿tienes nombre?
- Mi nombre no importa. Tampoco serías capaz de pronunciarlo. Lo importante es que escuches todo lo que tengo que decirte y que sigas mis instrucciones paso a paso ¿me entiendes?
- ¿Seguro qué es conmigo con quien quieres hablar? A lo mejor te has equivocado de casa. Después de un viaje tan largo como el que debes de haber hecho podrías haberte desorientado y haberte confundido de barrio – Oliver no era capaz de tomarse en serio la idea de que un ser de otro planeta le visitara en su casa para que él salvara al mundo; empezó a pensar que quizás si que estaba soñando-.
- ¡No estás soñando! Seguro que eres tú; has sido elegido entre muchos candidatos. No te preocupes por no estar preparado. Tienes tiempo de cualificarte.
- ¿Tiempo?¿Cuánto tiempo?- preguntó nervioso pensando que quizás aquel ser había venido a llevárselo y prepararle para algún tipo de lucha interespacial. No quería irse de casa y dejar allí a sus padres y a sus amigos-.
- Tranquilo, no voy a llevarte a ningún sitio. Tu preparación será aquí en la Tierra, y correrá de tu mano. Yo te voy a proporcionar la información necesaria para tu misión y te daré una gran responsabilidad; pero serás tú el que decidirás que hacer con ella.
- ¿Y de qué tengo que salvar al planeta?- preguntó ante la duda que de repente le asaltó la mente. Qué motivo podía haber para que un habitante de otro mundo viniera a decirle tal cosa-.
- ¡Escúchame bien! Lo que voy a decirte a lo mejor te parece mentira, pero es la realidad. Si optas por no hacer caso a mi historia la única perjudicada será esta tierra sobre la que vives y sus habitantes. Por otra parte, si decides creerme y tomar cartas en el asunto tendrás en tus manos una responsabilidad mayor a la que cualquiera haya tenido nunca. Eres tú quien decide.
- Vale. Cuéntame que pasa y qué puedo hacer- ante aquellas palabras supo que debía escuchar a aquel sujeto y tomar en serio sus palabras, aunque dudaba seriamente en sus posibilidades de hacer algo al respecto-.
Se hizo una pausa en la conversación, durante la cual ningún pensamiento surgió de ninguno de los dos interlocutores. Tras ese breve paréntesis de tiempo la voz de aquel inquietante visitante volvió a aparecer en la cabeza de Oliver para proceder a contarle el motivo de su inesperada visita.

- Durante los últimos años los habitantes de este planeta han ido perdiendo el respeto por todo lo que les rodea: los mares, los bosques, los animales...incluso por el resto de seres humanos. Todo aquello que estaba aquí antes de que el ser humano hiciera su aparición corre ahora un grave riesgo de desaparecer para siempre. A pesar de ser los últimos en llegar habéis sido los primeros en llevar a este planeta a un punto en el que la continuidad de la vida queda en entredicho. Si los hombres siguen que su actitud destructiva, contaminante y violenta, a este planeta le quedan 50 años de vida. Puede parecer exagerada mi afirmación, pero es la realidad. Tanto la contaminación de mares y bosques, como la utilización de diversas armas cada vez más modernas y más destructivas están mermando a pasos agigantados la salud de este planeta. Llevamos tiempo observando la pasividad de los habitantes terrestres y hemos tenido que tomar parte en este desastre ecológico. Más planetas en su día perdieron todo tipo de vida por causa de sus habitantes, y nosotros no hicimos nada confiando en que al final su propia conciencia haría que se salvaran solos; pero esta vez no vamos a correr ese riesgo. Tras haber analizado a conciencia el estado del planeta y el comportamiento humano hemos calculado que si en 50 años no se cambia notablemente el proceder terrícola el planeta estará en un punto de no retorno, es decir, que no podrá seguir habiendo vida en él; ni animal ni vegetal. Por lo que antes de que eso ocurra nosotros intervendremos. Empezando a contar desde el día de hoy y transcurridos 49 años y 11 meses, si no se han alcanzado los cambios suficientes para garantizar la continuidad del planeta volveremos a visitaros. Pero para entonces vendremos a buscar a unos pocos terrícolas seleccionados que consideremos merezcan una segunda oportunidad, y acabaremos con todos los demás. Una vez que la Tierra vuelva a estar en condiciones habitables y totalmente recuperada ecológicamente os traeremos de vuelta a los supervivientes para que volváis a poblar vuestro hogar.
- ¿Cómo dices? ¿Qué vas a matar a todo el mundo?- aquellas últimas palabras se le habían grabado a fuego en la mente. ¿Cómo era posible que estuviera ante él alguien que estaba afirmando que iba a matar a toda la población mundial?-.
- Tranquilo. No te alteres. Os estamos dando un oportunidad al venir a avisaros.
- ¿Una oportunidad? ¿Al avisarme a mí? ¡Deberíais avisar al presidente de los EE.UU, o de China, o yo que sé... pero no a un niño de 15 años!- notaba como sus pensamientos estaban agolpándose en su cabeza; no entendía nada. Ahora comprendía porque aquel individuo había tomado las riendas de su cuerpo; si no fuera así, ahora mismo estaría gritando y seguramente golpeando algo.
- Tranquilízate y piensa por un segundo...¿Qué crees que pasaría si uno de nuestra especie se presenta en la Casa Blanca y le dice esto mismo al presidente? Lo más seguro es que primero intentaran capturar a alguno de los nuestros, y segundo; tomarían nuestra advertencia como una amenaza o una declaración de guerra, y en vez de mejorar la calidad del planeta se armarían más aún para intentar hacernos frente cuando volvamos. Lo que sería inútil.
- ¿Inútil por qué? ¿Sois tan superiores a nosotros?
- Eso ahora no importa. Solo importa que tu me creas y que estés dispuesto a luchar por tu hogar.
- Claro que lucharé por mi hogar, ¡contra ti si hace falta!- pensó furioso.
- Eso no va a ser necesario. Yo estoy aquí para ayudaros.
- ¿Ayudarnos? ¡Menuda ayuda! Estás pensando en exterminarnos como a una plaga y pretenderás que te dé las gracias.
- No puedo pretender que me agradezcas lo que hacemos, porque soy consciente que la vuestra es una especie egoísta. Se ha ido formando así desde hace muchos siglos. Solo pensáis en vuestro beneficio personal sin importaros el conjunto del planeta. Sin embargo unos pocos todavía conserváis las ganas de luchar por mejorar las cosas, y eso es lo que nos ha traído aquí, a daros una oportunidad. A poneros sobre aviso de lo que os espera para que podáis ponerle remedio mientras todavía está en vuestras manos hacerlo.
- ¿Y a vosotros que más os da lo que le suceda a nuestro planeta? ¿Acaso no tenéis un hogar propio por el que velar?
- Por supuesto que tenemos un hogar, pero a diferencia de vosotros, la nuestra es una especie solidaria. Nos preocupamos por el conjunto del universo y tomamos medidas cuando es necesario preservar la integridad de alguna forma de vida; sea cual sea.
- ¿Y qué pretendes que haga yo? No sé si eres consciente de que en este planeta los chicos de 15 años, y sobre todo los de pueblo, no tenemos mucho peso en las decisiones a nivel mundial.
- Soy consciente. Y por eso mismo te hemos elegido. Necesitamos gente que no destaque, que pase desapercibida. Personas que tengan que luchar por hacerse un hueco y ser escuchados en sociedad. Gente que se pueda convertir en líder de masas. Un niño rico nunca conseguiría que el pueblo le siguiese. Vosotros camináis tras los que son como vosotros. Por eso tu vas a abrirte paso entre la gente y llegarás a ser alguien importante. Alguien que tenga peso en las decisiones transcendentales de este mundo, y harás todo lo posible por cambiar las cosas.
- ¿Y cómo lo haré?- empezaba a comprender lo que aquella criatura pretendía. Y tenía sentido, aunque no se sentía capacitado-.
- Estás perfectamente capacitado, no lo dudes. Te hemos estado observando y eres lo suficientemente capaz de lograr lo que te propongas. Por ese motivo de hoy en adelante te dedicarás en cuerpo y alma a formarte. Sabemos que tienes un alto coeficiente intelectual y que tu fuerte son las matemáticas, lo que te será muy útil para que entres en una buena universidad y llegues a ocupar un puesto importante. Esa será tu prioridad número uno. Una vez tengas el estatus suficiente para hacerte oír, harás todo lo posible por concienciar a las masas del estado del planeta. Otros como tú te apoyarán. De eso también nos estamos encargando. Si fallas en tu propósito volveremos, y haremos nuestro trabajo.
- ¿Es realmente necesario que sea yo? No sé si seré capaz... – estaba empezando a ser plenamente consciente de la responsabilidad que le estaban cargando al hombro. Una responsabilidad que asustaría a cualquier hombre; cuanto más a un joven de tan solo quince años-.
- Es totalmente indispensable que seas tú. Pero no tengas miedo. Hazlo lo mejor posible y no te sientas culpable si no logras el fin que te encomendamos. Tu no eres culpable de la degeneración en la que está sumida este mundo. Pero te damos la oportunidad de ser uno de sus redentores.
- ¿A cuánta gente habéis venido a visitar? – su mente empezó a barajar sus opciones y quería saber con cuanta ayuda podía contar-.
Todavía no sabía como había llegado a encontrarse en aquel punto; esa misma tarde estaba planeando un verano de diversión y entretenimiento con sus amigos, libre de preocupaciones y responsabilidades, y ahora se encontraba en su salón, frente afrente con un habitante de otro planeta, y se le había otorgado la misión de salvar al mundo. Si alguien le hubiera contado una historia semejante no se la hubiese creído.
- Sois cientos, esparcidos por todo el planeta. A lo largo de los años que vayan transcurriendo irás conociendo a muchos de ellos.
- ¿Y cómo podré distinguirlos? No creo que ninguno de nosotros vaya propagando nuestra situación públicamente, sobre todo si no queremos que nos tomen por locos.
- Ese es otro motivo por el hemos elegido a chicos como tú. No queremos dejar constancia de nuestra visita, por lo que tenemos que asegurarnos de que en caso de que alguno de vosotros no nos crea y opte por contar nuestra historia no sea tomado en serio.
- No creo que tomaran en serio ni al mismísimo “Papa”.
- Pero podría crear una duda razonable, y eso no nos interesa.
- ¿Pero entonces cómo sabré quién más sabe todo esto? En mi situación creo que sería justo que me dierais una lista de nombres para saber con quien puedo contar.
- No te vamos a dar ninguna lista. Tú mismo tendrás que abrirte camino en la sociedad y destacar. Otros como tú también deberían destacar. Y cuando os conozcáis sabréis quienes sois.
- ¿Pero cómo?- no acababa de entender como pretendía aquella criatura que reconociera a otra persona con la misma intención que él sin saber de antemano de quien se trataba.
Se sentía impotente y confuso. Le hubiera gustado poderse quitar aquella responsabilidad de encima, pero después de saber todo lo que sabía ya no podría. Ser consciente de que a su planeta le quedaban menos de 50 años de vida si no hacía nada por impedirlo, era algo que no podría olvidar fácilmente. De una manera u otra estaba obligado a aceptar la misión que le estaban encargando.
- Vais a llevar una marca. Una seña única. De esa forma cuando llegue el día en que os encontréis unos con otros podréis estar seguros de que todos perseguís el mismo fin. Esa marca no se podrá borrar, por lo que cualquier intento de hacerlo será en vano.
- ¿De qué tipo de señal estamos hablando?- le preocupaba la forma y los medios que podría utilizar aquella criatura para marcarle. No podía ocultar que el dolor le causaba pavor-.
- No te va a doler. Será como un pequeño .... tatuaje creo que lo llamáis vosotros. Solo que no será tinta lo que utilice, sino un producto que no existe aquí en la Tierra y que es más resistente y eficaz. Una marca que te indicará que estás cerca de alguien como tú, ya que sentirás como un pequeño quemazón. Esa será la señal de que otra marca como la tuya está cerca.
- Si mi madre me ve un tatuaje se va enfadar mucho- pensó angustiado por la discusión que aquella marca podía ocasionarle en su entorno familiar-.
- Es uno de los precios que deberás pagar por ser uno de los elegidos. Tienes que entender que de ahora en adelante tendrás que hacer muchos sacrificios y alguno de ellos no le van a gustar demasiado a tu familia o a tus amigos, y no podrás explicarles el motivo. Será necesario que cargues con ese peso en pro de vuestra supervivencia. Sé que es duro. Pero piensa que cada vez que le digas a un amigo que no puedes quedar con él porque tienes que estudiar, le estarás garantizando una tierra sobre la que vivir a sus descendientes. Cuando decidas irte a una universidad en el extranjero y tus padres no te apoyen porque consideren que sería mejor que los ayudases en el pueblo, no dudes en contradecirlos, porque acabarán siendo los padres más orgullosos del mundo. Cada decisión que tomes a partir de hoy será trascendental, así que ante todo debes dejar tus intereses a un lado y anteponer las necesidades de la humanidad.
- ¡Me estás pidiendo demasiado! Todo esto me sobrepasa. Sé que debéis pensar que soy la persona adecuada, aunque no acabo de entender el motivo, pero yo creo que hay gente mucho mejor cualificada que yo. No quiero cargar con el peso que significa que el mundo desaparezca por mi culpa.
- No será tu culpa, y no desaparecerá. Nosotros garantizaremos que este lugar tan hermoso sobre el que habitáis siga vivo. Como ya te dije, hay más gente elegida, y será trabajo de todos, no solo el tuyo, por lo que en algunos años te sentirás más respaldado y seguro de ti mismo.
- ¡Espero que tengas razón!
- Ahora voy a marcarte y a continuación me iré. Desapareceremos. Si las cosas van bien no volverás a ver a uno de los nuestros nunca más; en cambio si los acontecimientos se suceden en un sentido opuesto al que pretendemos que alcancéis nos volveremos a ver dentro de 49 años y 11 meses exactos. Y esa vez será para que vengáis con nosotros. No olvides todo lo que te he dicho.
- ¿Ir con vosotros a dónde?- no podía imaginarse en que clase de mundo o realidad paralela podían vivir aquellos extraños seres, pero sin duda alguna, no tenía ganas de averiguarlo a través de un éxodo en su planeta-.
- Os llevaremos a nuestro hogar. Os crearemos un entorno lo más parecido posible al vuestro para que podáis seguir evolucionando como especie hasta que la Tierra pueda ser nuevamente habitada por vosotros. Podrían pasar miles de años. Intentaríamos que os sintierais lo más cómodos posible.
- ¿Cómodos? Tiene gracia. Pensar que cuando tenga 65 años me van a llevar a otro planeta del que no sé nada, tras haber matado a amigos y conocidos es algo que no me hace sentir demasiado cómodo.
- Comprendo tu frustración. Pero eso todavía puedes evitarlo. ¡Tu decides!

Sin decir nada más, el ente que aquella noche se había colado en su casa, levantó lentamente su brazo. Se inclinó levemente hacia Oliver, y sin dejar ni por un segundo de controlar su cuerpo y su mente, abrió sus largos dedos dejando al descubierto una especie de figura de metal de forma cilíndrica con un dibujo que bien podía asemejarse a dos espirales retorcidas entre sí. A Oliver le pareció una figura hermosa. Antes de que se diera cuenta, su inesperado visitante nocturno había colocado aquel artilugio en su omóplato derecho. No sintió más que un breve y fugaz escozor en la piel. Luego.... ¡Nada!

Aquella mañana se despertó con la llamada de su madre. Abrió los ojos y giró la cabeza para alcanzar a ver la hora que marcaba su despertador. Eran las nueve de la mañana. Aquella noche había tenido un sueño realmente inquietante y sorprendentemente real. Aún recordaba las palabras del personaje de su pesadilla y sus propios sentimientos de temor y angustia.
<<¡Menos mal que solo era un sueño!¡Yo salvando el mundo! Pues habría que verme...>>, pensó para sus adentros y no pudo evitar que se le escapara una carcajada.
Entre risas y prisas se duchó y acabó de vestirse. Le había pedido a su madre que le despertara temprano para aprovechar bien el día. Así que ahora tocaba un buen desayuno y un pequeño sermón matutino como era costumbre en su casa.
Nada más bajar a la cocina no pudo evitar mirar hacia la puerta del salón, escenario de sus pesadillas aquella madrugada, y dejó que una sonrisa asomara en su rostro. Se dispuso a saborear el desayuno que su madre le había preparado; un zumo de naranja natural, un Cola-Cao y los panes de leche que a Oliver siempre le habían encantado. Su madre le observaba mientras saboreaba cada bocado sin decir nada. Una vez hubo acabado su madre le mandó recoger la mesa y se dispuso a darle la cantinela de todas las mañanas.
- Ten cuidado con la bicicleta, que hay mucho loco por esa carretera. Y te quiero aquí antes de las 5. Si no nada de cine, que a la sesión de noche no vas a ir.
- ¡Qué sí mama! A las cinco estoy aquí como un clavo.
- Y no tomes demasiado el sol, que después te duele la cabeza.
- Ya lo sé, tranquila que nos pondremos a la sombra- le dijo para que quedara tranquila, aunque sus intenciones eran tomar todo el sol posible para poder lucir moreno aquel verano-.
- Te puse la tortilla en la mochilla. ¿Os llegará? ¿O prefieres llevar algo más? No vayáis a pasar hambre.
- Con la tortilla está bien. Los demás llevan más comida, no te preocupes.
- ¡Bueno! Pues pórtate bien y cuidadito con lo que haces- terminó diciendo su madre mientras le acercaba la mochila con la comida y las toallas.
Oliver sentía que cada vez que salía de casa más allá de la plaza del pueblo, era como irse a la guerra. Su madre se quedaba tan preocupada, que en vez de ir a las piscinas parecía como si fuera a un campo de concentración. Y a Oliver le hacía gracia. Siendo un chico responsable como era él, que en pocas ocasiones les había dado motivos suficientes a sus padres para castigarle o regañarle, le hubiera gustado que alguno de sus amigos, no tan responsables, pasaron una temporada en su casa. Sus padres quedarían escandalizados.
Tras recibir las instrucciones de su madre y de haber cogido todo lo necesario para su día de comida campestre, se subió a su bicicleta y se puso en marcha para llegar cuanto antes a las piscinas. Mientras pedaleaba a ritmo ligero le volvían a la mente, como si de diapositivas se tratara , imágenes de su sueño más reciente. Veía la cara de aquel engendro que parecía de acero, y a él petrificado sin poder moverse en el centro de su salón. También recordaba sus palabras. Estaba claro que aquella pesadilla se le había grabado bien en la cabeza. Lo que era raro, porque casi nunca recordaba lo que soñaba. De cualquier manera decidió no darle demasiada importancia. Solo tenía pensado gastar su tiempo en poder mejorar aquel verano.
Eran casi las diez de la mañana cuando llegó junto a sus amigos. Tras elegir cual era el mejor sitio para situarse e instalar todas sus cosas se sentaron. Cada uno empezó a sacar lo que había traído para comer más tarde. Realmente estaban bien provistos. No faltaba ni la tortilla, ni la ensaladilla rusa, ni tampoco el fiambre o el pan.
Oliver estaba decidido a pasar el día a lo grande. Y lo primero que le apetecía era darse un chapuzón. Se levantó y se quitó los pantalones y la camiseta, y ya en bañador se fue corriendo al agua. Una vez en el bordillo de la piscina se detuvo, esperando a que se acercaran sus amigos. Cuando una de sus amigas se le acercó, lo primero que pensó fue en empujarla a la piscina; y eso es lo que hubiera hecho si no fuera por lo que aquella chica le dijo al estar junto a él.
¡Oliver! ¿Cuándo te has hecho ese tatuaje?
¿Tatuaje? ¿Qué tatuaje?- preguntó nervioso.
En el mismo momento que hizo la pregunta supo la respuesta. No se trataba de un tatuaje. Era una marca. Una señal para recordarle a él antes que a nadie, que aquella noche no había estado soñando. Realmente había pasado la noche en compañía de un ser de otro planeta, de otra galaxia seguramente. Y muy a su pesar supo que no podía hacer como si no hubiera sucedido nada.
- El tatuaje que tienes en el hombro. ¡Es genial!- dijo la chica con entusiasmo en la voz y cara de sorpresa-.
- ¿Verdad qué si?- contestó Oliver intentando disimular, sin demasiado éxito, el nerviosismo de su voz- .
- ¿Tu madre lo sabe?- preguntó otro chico que se había unido a la conversación, sorprendido también por el hecho de que Oliver, siempre tan responsable, poseyera un tatuaje-.
- Todavía no. ¡Y mejor que no se entere!- dijo fingiendo un sonrisa burlona-.

Sus amigos le miraban con extrañeza y a la vez con curiosidad por ver aquel extraño dibujo que su compañero se había hecho.
Estaba realmente confundido. Y a la vez sabía muy bien lo que tenía que hacer. En aquel momento tomó una decisión que cambiaría su vida. La más importante de todas. Dejaría de ser un niño de pueblo más y sería uno de los elegidos.
Oliver nunca sospechó que su destino sería aquel.
Dejó por un momento que su mirada se perdiera en el infinito, y que sus pensamientos vagaran libres por última vez. Inspiró aquel aire y aquel olor a cloro de la piscina como si fueran los últimos resquicios que le quedaran de su libertad. Solo le quedaban 49 años y 11 meses. No podía perder el tiempo. Muy a su pesar se alejó del borde de la piscina y se despidió de sus amigos.
- Me tengo que ir. He recordado que tengo algunas cosas por hacer. ¡Pasadlo bien!- y sin decir una palabra más se alejó de aquel lugar, dejando atrás a sus amigos que le miraban sorprendidos sin comprender que había sucedido.