Aquella era
una de las mañanas más frías de aquel enervante invierno. La ciudad despertaba
en un abrumador estado de nostalgia, donde no se conseguía apreciar ni el más
minúsculo gajo de cielo, oculto tras una masa de vastas nubes cuyo color
plomizo transformaba aquella mañana en el comienzo de un largo y sombrío día.
Cada mañana,
desde hacía ya siete largos años, Merche se levantaba a las seis de la mañana,
se preparaba un café bien cargado y salía por la puerta de su achacosa casa
dejando tras de sí el único motivo que le daba la fortaleza necesaria para
encararse con el mundo que la estaba esperando tras los muros de aquella servil
morada; su marido. Caminaba a lo largo de cuatro angostas y lóbregas calles,
sumida en aquella soledad que transmitía el despuntar del día, hasta llegar a
la fábrica donde día a día iba dejando un pedacito de sí en aquel fatigoso y
nada edificante empleo. A las siete en punto se realizaba el cambio de turno,
pero tenía que llegar quince minutos antes para tener tiempo suficiente de
cambiarse y enfundarse su mortecino y hosco mono de trabajo.
Cada uno de
sus aburridos días pasaba ante sus ojos como un conjunto de diapositivas que se
repetían una y otra vez, haciéndole sentir el peso atosigante de las constantes
decepciones padecidas.
Aquella
mañana no era distinta a las demás.
El
despertador marcaba las seis en punto cuando Merche puso los pies sobre la
rugosa alfombra. Miró a su marido que seguía durmiendo placidamente y esbozó
una sonrisa sincera; todavía le quería a pesar del tiempo. Sin apenas hacer
ruido se dirigió a la cocina, donde todavía pudo apreciar el aroma de la cena
que su marido le había preparado la noche anterior. Tras poner la cafetera en
funcionamiento alargó su brazo para alcanzar el estante donde se encontraba su
taza favorita, y se sirvió un abundante tazón de café recién hecho. Aquel breve
pero íntimo momento del día la reconfortaba de una manera que ni ella era capaz
de comprender. Sin duda era su momento
preferido de la jornada.
Cinco
minutos más tarde ya estaba atravesando la chirriante puerta de su casa.
Una
abrumadora sensación de frío la sobrecogió. Se enroscó la bufanda alrededor del
cuello, se enfundó sus cálidos guantes para sobrellevar mejor aquellas
intempestivas temperaturas y se dispuso a iniciar su marcha matutina rumbo a un
destino que le recordaba las penurias de su vida. Nada más poner un pie en la
calle no pudo evitar mirar aquel cielo borrascoso que cubría toda la ciudad.
Las nubes amenazaban con descargar toda su furia en breve, por lo que debía
apurar el paso sino quería acabar empapada.
Cerca
de su destino, como cada día de los últimos siete años, pasaba por delante de
la vieja estación de ferrocarril. Una arcaica e imponente terminal que se
levantaba a las afueras de la ciudad imponiéndose a las demás edificaciones
circundantes. Aquella construcción nunca le había gustado. Le producía una
extraña sensación de amargura. No podía evitar considerar aquel rincón de la
ciudad como un lugar donde la gente se tenía que despedir de sus seres queridos.
Tenían que verlos partir hacia otras tierras más prolíficas sin poder hacer
otra cosa que aceptar la idea, más que probable, de que no regresarían jamás.
Aquellas vías parecían tener una única dirección. Una dirección que dejaba a
madres, esposas, hijas... desconsoladas en un andén. Un andén que sostenía el
peso del abandono, de la soledad y de la desesperación.
Al
pasar frente aquella singular obra arquitectónica no podía evitar que su
cansada y agorera mirada se fijara por
un segundo en el gran reloj que lucía majestuoso sobre el arco de entrada a la
estación. Un reloj que marcaba la hora con pulcra exactitud y que destacaba por
su gran tamaño.
Como
era habitual cada mañana, marcaba las siete menos veinte.
Las
primeras gotas empezaron a caer y mojar las angostas y sinuosas calles cuando
Merche entró en la fábrica; tan siniestra y inquietante como de costumbre. La
absurda luz artificial del edificio le parecía deprimente e inadecuada.
Se trataba de
una fábrica textil; donde el día a día
de las trabajadoras transcurría en un ir y venir de tijeras, hilos y enormes
maquinas de coser. Un trabajo nada gratificante que a Merche cada día la sumía
en un abismo más profundo de frustración.
No le había
quedado más remedio que emplearse en aquella tétrica fábrica cuando su marido,
hacía ya casi ocho años, sufrió un desafortunado accidente que le había
postrado a una silla de ruedas de por vida. La pensión que percibía por
incapacidad apenas les daba para cubrir gastos, por lo que ella, muy a su
pesar, tubo que empezar a trabajar. En una ciudad como aquella, que se
encontraba en pleno retroceso económico, no había mucha oferta laboral, por lo
que aquel trabajo en la fábrica era lo mejor que había encontrado. Se sentía
agradecida por tener un sueldo que les permitiera salir a flote y poder cuidar
de su marido. Habría hecho lo que fuera por que él fuera feliz.
Toda su vida
había sido un constante cuidado a los demás; primero a sus hermanos pequeños,
luego a su madre enferma y ahora al lisiado de su marido. Sentía pena de si
misma, sin embargo eso es lo que mejor sabía hacer; cuidar de los demás. Sin
duda Merche tenía un idílico espíritu de entrega.
Siguiendo su
rutina diaria entró en los vestuarios a cambiarse, saludando a su paso y sin
demasiado entusiasmo, a las compañeras con las que se cruzaba por el estrecho y
descuidado pasillo. A pesar del tiempo que llevaba trabajando en la fábrica no
podía considerar amiga a ninguna de aquellas mujeres; como mucho contaba con
alguna buena compañera que le hacía más llevadero el día en aquel escabioso
lugar. Sus circunstancias personales no le permitían hacer vida más allá de las
cuatro paredes de su vieja casa. Vivía dedicada por completo al cuidado de su
marido, y nunca se le había pasado por la cabeza la idea de pensar en ella
misma; no podía permitírselo.
Desde el
interior de la fábrica se alcanzaba a escuchar lo fuertes truenos de una ya
evidente tormenta. La lluvia, que ahora golpeaba con fuerza, hacía retumbar el
debilitado y perjudicado tejado. No sería la primera vez que una pequeña gotera
acababa convirtiéndose en una enorme cascada que inundaba todas las
instalaciones. Sin duda aquel lugar necesitaba una profunda reforma.
Una vez
enfundada en su horrible mono de trabajo, y con cara de resignación, se dispuso
a empezar su jornada laboral.
Aquel triste
día se le antojaba más duro de lo habitual. Se sentía más cansada que de
costumbre; quizás tuviera que ver con el día atosigante que hacía o con que los
años empezaban a hacer mella en su espalda y en sus piernas; incluso empezaban
a pesar en su casi siempre buen carácter. Como abnegada esposa que era, entre
sus cometidos estaba el aparentar siempre feliz, siempre dispuesta a ofrecer su
mejor sonrisa. Jamás se permitía a ella misma mostrar su apatía y su
descontento con la vida que le había tocado vivir.
Ya casi era la
hora de la comida cuando Merche notó que su malestar no era sólo anímico y que
semejaba haber empeorado. Se sentía extenuada y casi con toda seguridad tenía
fiebre. Aunque no era habitual en ella abandonar su puesto de trabajo, tuvo que
solicitar permiso a su superior para poder regresar a casa. Sabía que tendría
que recuperar las horas perdidas, pero en ese momento sólo deseaba llegar a
casa y tumbarse en su reconfortante cama. Por una vez sentía la imperiosa
necesidad de llegar a su cálido hogar y que su marido, por una vez, se
encargara de satisfacer sus limitadas necesidades.
Con un fuerte
e incómodo dolor de cabeza y una aguda sensación de debilidad se alejó de
aquella claustrofóbica nave. Estaba lloviendo encarnizadamente y su desbaratado
paraguas no conseguía protegerla del agua que la mojaba sin contemplaciones.
Avanzaba por las aceras intentando aprovechar todo lo que podía los balcones de
los edificios para refugiarse, en la medida de lo posible, de aquel desmesurado
aguacero. Al llegar a su portal estaba totalmente empapada. Cerró el paraguas
mirándolo con resentimiento ante la poca utilidad que le había proporcionado.
Al no encontrarse ya en movimiento comenzó a sentir como la humedad le calaba
hasta los huesos. Sólo tenía que subir veinte descalabrados escalones y estaría
al resguardo de su apacible morada y contaría con el calor de su marido para
reconfortarla.
Subió a toda
prisa las escaleras, desechando
rápidamente la idea de esperar al ascensor. Una vez dentro de casa se sintió
algo mejor, aunque aquel molesto dolor de cabeza no desaparecía.
La casa
respiraba un penetrante silencio, pero se podía palpar esa cálida sensación que
exhalan los hogares felices. Un suave olor a café inundaba el ambiente, y
Merche inspiró profundamente para dejarse envolver por la sensación de paz que
le transmitía aquel lugar. Se dirigió directamente al dormitorio para cambiarse
y ponerse ropa seca. Mientras buscaba en el armario algo cómodo que ponerse se
dio cuenta, por primera vez desde que había llegado a casa, de que no se
escuchaba nada; absolutamente nada. Fue entonces cuando comprendió que su
marido no estaba allí. En un primer momento había pensado que se encontraría en
el baño o en el salón leyendo el periódico. Pero se había percatado de que en
aquel lugar sólo estaba ella.
Empezó a
inquietarse.
A esas horas y
con el intempestivo tiempo que azotaba las calles de la ciudad no comprendía
donde podía encontrarse su marido. Aunque él no contaba con ella hasta las
cinco de la tarde le constaba que comía en casa todos los días. Su nada boyante
economía les impedía darse el lujo de salir a comer fuera de casa.
Recorrió la
casa velozmente de una punta a la otra en busca de algún indicio que indicara
el paradero de su esposo. Todo estaba como siempre. Quiso convencerse de que
quizás simplemente había salido un momento a comprar algo. No quería
contemplar la posibilidad de que le
hubiera pasado algo malo.
Se dejó caer
sobre el sofá abatida; con semblante de preocupación y con mil pensamientos
rondándole por la cabeza. Observó toda la estancia una vez más con la mirada
inquieta; fue entonces cuando distinguió un pequeño trozo de papel que reposaba
sobre la mesa camilla. Se levantó rápidamente y tomó la nota entre sus manos,
ahora sudorosas a causa del nerviosismo. La letra era la de su marido.
Según comenzó a leer aquella inesperada carta,
su semblante fue tornándose cada vez más pálido y desencajado:
Querida
Merche:
Cuando leas
esta carta yo ya estaré lejos de esta casa.
A las dos de la tarde partirá mi tren rumbo a una vida nueva lejos de la
monotonía que nos invade.
Ante todo
quiero pedirte perdón por el daño que seguramente te ocasione mi partida. No te
mereces que te haga daño. Siempre has sido una gran esposa y me has demostrado
que me querías; pero yo ya no puedo
continuar con esta mentira.
He conocido
a alguien.
Una mujer
que me hace olvidar lo triste que es mi vida, postrado siempre en esta silla
que me recuerda a cada momento que has renunciado a tus sueños por mi.
Me voy para
empezar una nueva vida y darte a ti la posibilidad de volver a ser feliz;
porque soy consciente de que no lo eres.
Espero que
no me odies demasiado. Yo siempre tendré un bonito recuerdo de lo nuestro.
Aunque entiendo que ahora tú no puedas guardar el mismo recuerdo de mi.
No intentes
buscarme.
Haz tu vida
e intenta ser feliz ahora que no tienes que cuidar de nadie. Piensa en ti por
una vez y cumple tus sueños.
Julián
Según terminó
de leer aquella inesperada e insólita nota de despedida, las manos le empezaron
a temblar haciendo que aquella mortífera carta resbalara de sus manos y se
precipitase al frío suelo, cual gaviota planeando sobre el mar. Merche se quedó
petrificada intentado asimilar las palabras que acababa de leer. Cuanto más lo
pensaba más irreal y absurdo le parecía todo.
<<¿Su
marido la había abandonado? ¿Por qué? ¿Tan infeliz era a su lado? ¿Quién era
esa otra mujer a la que había conocido? ¿Qué iba hacer ahora ella sola?
>> Todas estas preguntas se agolpaban furiosas en su mente, sin llegar a
vislumbrar ninguna respuesta coherente para ellas.
Un
vacío enorme empezaba a apoderarse de su cuerpo. No recordaba su dolor de
cabeza ni su cansancio, sólo sentía impotencia y ansiedad. La respiración
empezó a entrecortársele y notaba como el pecho le latía aceleradamente. Las
piernas le flaquearon y tuvo que sentarse intentando coger aire lo más
lentamente posible para intentar calmarse. Se sentía tan confusa y desorientada
que ya no escuchaba ni sus propios pensamientos. Su mente estaba colapsada por
el dolor y el resentimiento. Quería romper a llorar o gritar a todo pulmón para
sacar del interior de su pecho aquélla angustia que la estaba consumiendo como
consumen las mentiras a la conciencia.
De
pronto una rayo de lucidez hizo reaccionar a sus sentidos. Recordó las palabras
que acababa de leer: “A las dos de la tarde partirá mi tren rumbo a una vida
nueva lejos de la monotonía que nos invade”. Su marido no contaba con que
ese día Merche regresaría antes del trabajo.
Miró
su viejo reloj; marcaba las dos menos diez.
Sabía
que si se daba prisa aún estaba a tiempo de llegar a la estación antes de que
su esposo se marchara para no volver. Estaba dispuesta a suplicar y humillarse
para que no la abandonara. Haría lo que fuera necesario para que regresara con
ella.
Cogió
una chaqueta y salió velozmente por la puerta sin ni siquiera coger un paraguas
para protegerse de la fuerte tormenta que volvía a arremeter con violencia.
Bajó los escalones de dos en dos y salió del edificio como una exhalación.
Corría por las calles tan ensimismada en sus propias reflexiones que no veía a
la gente que se atravesaba en su camino ni los coches que cruzaban la
carretera. Sólo era capaz de distinguir la estación, más allá de los edificios
que todavía la ocultaban a sus ojos.
Cuando
por fin llegó y se vio frente a frente con aquel edificio, volvió a sentir lo
mismo que sentía cada día cuando lo observaba desde el otro lado de la calle.
Era un lugar perturbador para ella. Miró el reloj que se alzaba solemne en la
entrada; marcaba las dos en punto. Dudó por un segundo antes de entrar. Tenía
miedo de lo que podía encontrarse al otro lado de la enorme puerta acristalada
de aquella antiquísima terminal.
Inspiró
nuevamente, cerró los ojos con fuerza y tomo valor de donde no lo había para
entrar en aquel temido recinto. Las piernas le temblaban exageradamente. Estaba
totalmente empapada y el pelo se le pegaba a la cara haciéndola parecer, si
cabe, más desesperada y perdida.
Cuando
se asomó a aquellas vías, que veía por primera vez, miró en todas direcciones
buscando exasperadamente reconocer el rostro de su marido en medio de la
multitud. Ansiaba verlo y arrojarse a sus pies para suplicarle que se quedara.
Pero no se encontraba entre la muchedumbre que invadía aquel lugar.
Nunca
había odiado tanto la puntualidad; el tren que alejaba de allí al único hombre
al que había amado acababa de ponerse en marcha y comenzaba a alejarse de la desoladora
estación.
Se
había quedado totalmente sola.
Se encontraba
estática bajo la mohína lluvia desafiante que desvelaba la cara más melancólica y taciturna de aquella decrépita
ciudad. No parecía sentir el frío de aquel día de invierno ni el viento
golpeándole su tez, ahora blanca como la nieve. Con los ojos anegados por unas
lágrimas que luchaban por no revelarse, miraba hacia el horizonte observando
alejarse aquel tren que se llevaba con él su alegría, su ilusión y sus sueños.
Veía como las lejanas e imponentes montañas, ahora cubiertas por un vasto y
rutilante manto blanco, engullían aquella monstruosa maquinaria que albergaba
en su interior al hombre que durante los últimos diez años había sido su
indulgente marido.
Nunca había
podido imaginar que aquel andén tuviera que cargar con el peso de su abandono;
de su soledad. El peso de un vida malgastada y empodrecida por el dolor. Sentía
como la vida le había dado un patada en el estomago que no la dejaba respirar.
En muchas ocasiones había imaginado a otras personas llorando allí la perdida
de sus allegados, pero jamás pensó ser ella la que tuviera que ver partir un
tren cargado con lo poco que tenía. Un tren sin retorno que la dejaba a ella en
tierra.
Se quedó
durante horas allí de pie con la mirada perdida en alguna parte de aquellas
majestuosas montañas, quizás intentando atisbar el destino de aquel tren. La
exigua lluvia que ahora caía sobre ella la mojaba como a una muñeca abandonada
en un parque con la que ninguna niña quería jugar. Parecía haber envejecido
diez años o más en una sola tarde. Su rostro reflejaba la dura carga que su
alma soportaba
Sus pensamientos volaban lejos, muy lejos. Más
allá dela última parada de aquel maldito tren. Buscaban una salida, una razón.
Un motivo para seguir adelante. Algo que la empujara a volver a su casa y no
dejarse vencer por la indomable y cruel mano de la soledad.
Había una
motivo. El más importante y trascendental de todos.
Aquello que la
sacaría del pozo al que había caído sin cuerda sólo podía ser una cosa; ella
misma. Después de tanto años sin mirarse a si misma en el espejo de la vida
decidió darse una oportunidad. Tendría que ser fuerte como lo había sido
siempre con los demás; pero esta vez pensando sólo en ella.
Por
un instante pensó que quizás su marido le estaba dando la oportunidad de
conocerse a ella misma; quien sabe... a lo mejor se gustaba.
Un
pequeño rayo de sol traspasó el encapotado cielo plomizo, dejando ver con más
claridad aquel oscuro y aflictivo día. Una pequeña y casi inapreciable sonrisa
se dibujó en su rostro observando como aquel pequeño hilillo de luz iluminaba
la salida de aquel enfermizo lugar.
Era
hora de volver a casa.
Dejó
atrás la estación. Ya desde la distancia la miró por última vez, ahora con ojos
tiernos y algo nostálgicos, y se prometió a ella misma que nunca jamás volvería
a entrar allí.
Era
hora de empezar a vivir su nueva vida.