martes, 14 de abril de 2015

LA ESTACIÓN (CAPÍTULO 1)

Aquella era una de las mañanas más frías de aquel enervante invierno. La ciudad despertaba en un abrumador estado de nostalgia, donde no se conseguía apreciar ni el más minúsculo gajo de cielo, oculto tras una masa de vastas nubes cuyo color plomizo transformaba aquella mañana en el comienzo de un largo y sombrío día.
Cada mañana, desde hacía ya siete largos años, Merche se levantaba a las seis de la mañana, se preparaba un café bien cargado y salía por la puerta de su achacosa casa dejando tras de sí el único motivo que le daba la fortaleza necesaria para encararse con el mundo que la estaba esperando tras los muros de aquella servil morada; su marido. Caminaba a lo largo de cuatro angostas y lóbregas calles, sumida en aquella soledad que transmitía el despuntar del día, hasta llegar a la fábrica donde día a día iba dejando un pedacito de sí en aquel fatigoso y nada edificante empleo. A las siete en punto se realizaba el cambio de turno, pero tenía que llegar quince minutos antes para tener tiempo suficiente de cambiarse y enfundarse su mortecino y hosco mono de trabajo.
Cada uno de sus aburridos días pasaba ante sus ojos como un conjunto de diapositivas que se repetían una y otra vez, haciéndole sentir el peso atosigante de las constantes decepciones padecidas.
Aquella mañana no era distinta a las demás.
El despertador marcaba las seis en punto cuando Merche puso los pies sobre la rugosa alfombra. Miró a su marido que seguía durmiendo placidamente y esbozó una sonrisa sincera; todavía le quería a pesar del tiempo. Sin apenas hacer ruido se dirigió a la cocina, donde todavía pudo apreciar el aroma de la cena que su marido le había preparado la noche anterior. Tras poner la cafetera en funcionamiento alargó su brazo para alcanzar el estante donde se encontraba su taza favorita, y se sirvió un abundante tazón de café recién hecho. Aquel breve pero íntimo momento del día la reconfortaba de una manera que ni ella era capaz de comprender.  Sin duda era su momento preferido de la jornada.
Cinco minutos más tarde ya estaba atravesando la chirriante puerta de su casa.
Una abrumadora sensación de frío la sobrecogió. Se enroscó la bufanda alrededor del cuello, se enfundó sus cálidos guantes para sobrellevar mejor aquellas intempestivas temperaturas y se dispuso a iniciar su marcha matutina rumbo a un destino que le recordaba las penurias de su vida. Nada más poner un pie en la calle no pudo evitar mirar aquel cielo borrascoso que cubría toda la ciudad. Las nubes amenazaban con descargar toda su furia en breve, por lo que debía apurar el paso sino quería acabar empapada.
Cerca de su destino, como cada día de los últimos siete años, pasaba por delante de la vieja estación de ferrocarril. Una arcaica e imponente terminal que se levantaba a las afueras de la ciudad imponiéndose a las demás edificaciones circundantes. Aquella construcción nunca le había gustado. Le producía una extraña sensación de amargura. No podía evitar considerar aquel rincón de la ciudad como un lugar donde la gente se tenía que despedir de sus seres queridos. Tenían que verlos partir hacia otras tierras más prolíficas sin poder hacer otra cosa que aceptar la idea, más que probable, de que no regresarían jamás. Aquellas vías parecían tener una única dirección. Una dirección que dejaba a madres, esposas, hijas... desconsoladas en un andén. Un andén que sostenía el peso del abandono, de la soledad y de la desesperación.
Al pasar frente aquella singular obra arquitectónica no podía evitar que su cansada y agorera mirada  se fijara por un segundo en el gran reloj que lucía majestuoso sobre el arco de entrada a la estación. Un reloj que marcaba la hora con pulcra exactitud y que destacaba por su gran tamaño.
Como era habitual cada mañana, marcaba las siete menos veinte.
Las primeras gotas empezaron a caer y mojar las angostas y sinuosas calles cuando Merche entró en la fábrica; tan siniestra y inquietante como de costumbre. La absurda luz artificial del edificio le parecía deprimente e inadecuada.
Se trataba de una fábrica textil;  donde el día a día de las trabajadoras transcurría en un ir y venir de tijeras, hilos y enormes maquinas de coser. Un trabajo nada gratificante que a Merche cada día la sumía en un abismo más profundo de frustración.
No le había quedado más remedio que emplearse en aquella tétrica fábrica cuando su marido, hacía ya casi ocho años, sufrió un desafortunado accidente que le había postrado a una silla de ruedas de por vida. La pensión que percibía por incapacidad apenas les daba para cubrir gastos, por lo que ella, muy a su pesar, tubo que empezar a trabajar. En una ciudad como aquella, que se encontraba en pleno retroceso económico, no había mucha oferta laboral, por lo que aquel trabajo en la fábrica era lo mejor que había encontrado. Se sentía agradecida por tener un sueldo que les permitiera salir a flote y poder cuidar de su marido. Habría hecho lo que fuera por que él fuera feliz.
Toda su vida había sido un constante cuidado a los demás; primero a sus hermanos pequeños, luego a su madre enferma y ahora al lisiado de su marido. Sentía pena de si misma, sin embargo eso es lo que mejor sabía hacer; cuidar de los demás. Sin duda Merche tenía un idílico espíritu de entrega.
Siguiendo su rutina diaria entró en los vestuarios a cambiarse, saludando a su paso y sin demasiado entusiasmo, a las compañeras con las que se cruzaba por el estrecho y descuidado pasillo. A pesar del tiempo que llevaba trabajando en la fábrica no podía considerar amiga a ninguna de aquellas mujeres; como mucho contaba con alguna buena compañera que le hacía más llevadero el día en aquel escabioso lugar. Sus circunstancias personales no le permitían hacer vida más allá de las cuatro paredes de su vieja casa. Vivía dedicada por completo al cuidado de su marido, y nunca se le había pasado por la cabeza la idea de pensar en ella misma; no podía permitírselo.
Desde el interior de la fábrica se alcanzaba a escuchar lo fuertes truenos de una ya evidente tormenta. La lluvia, que ahora golpeaba con fuerza, hacía retumbar el debilitado y perjudicado tejado. No sería la primera vez que una pequeña gotera acababa convirtiéndose en una enorme cascada que inundaba todas las instalaciones. Sin duda aquel lugar necesitaba una profunda reforma.
Una vez enfundada en su horrible mono de trabajo, y con cara de resignación, se dispuso a empezar su jornada laboral.
Aquel triste día se le antojaba más duro de lo habitual. Se sentía más cansada que de costumbre; quizás tuviera que ver con el día atosigante que hacía o con que los años empezaban a hacer mella en su espalda y en sus piernas; incluso empezaban a pesar en su casi siempre buen carácter. Como abnegada esposa que era, entre sus cometidos estaba el aparentar siempre feliz, siempre dispuesta a ofrecer su mejor sonrisa. Jamás se permitía a ella misma mostrar su apatía y su descontento con la vida que le había tocado vivir.
Ya casi era la hora de la comida cuando Merche notó que su malestar no era sólo anímico y que semejaba haber empeorado. Se sentía extenuada y casi con toda seguridad tenía fiebre. Aunque no era habitual en ella abandonar su puesto de trabajo, tuvo que solicitar permiso a su superior para poder regresar a casa. Sabía que tendría que recuperar las horas perdidas, pero en ese momento sólo deseaba llegar a casa y tumbarse en su reconfortante cama. Por una vez sentía la imperiosa necesidad de llegar a su cálido hogar y que su marido, por una vez, se encargara de satisfacer sus limitadas necesidades.
Con un fuerte e incómodo dolor de cabeza y una aguda sensación de debilidad se alejó de aquella claustrofóbica nave. Estaba lloviendo encarnizadamente y su desbaratado paraguas no conseguía protegerla del agua que la mojaba sin contemplaciones. Avanzaba por las aceras intentando aprovechar todo lo que podía los balcones de los edificios para refugiarse, en la medida de lo posible, de aquel desmesurado aguacero. Al llegar a su portal estaba totalmente empapada. Cerró el paraguas mirándolo con resentimiento ante la poca utilidad que le había proporcionado. Al no encontrarse ya en movimiento comenzó a sentir como la humedad le calaba hasta los huesos. Sólo tenía que subir veinte descalabrados escalones y estaría al resguardo de su apacible morada y contaría con el calor de su marido para reconfortarla.
Subió a toda prisa  las escaleras, desechando rápidamente la idea de esperar al ascensor. Una vez dentro de casa se sintió algo mejor, aunque aquel molesto dolor de cabeza no desaparecía.
La casa respiraba un penetrante silencio, pero se podía palpar esa cálida sensación que exhalan los hogares felices. Un suave olor a café inundaba el ambiente, y Merche inspiró profundamente para dejarse envolver por la sensación de paz que le transmitía aquel lugar. Se dirigió directamente al dormitorio para cambiarse y ponerse ropa seca. Mientras buscaba en el armario algo cómodo que ponerse se dio cuenta, por primera vez desde que había llegado a casa, de que no se escuchaba nada; absolutamente nada. Fue entonces cuando comprendió que su marido no estaba allí. En un primer momento había pensado que se encontraría en el baño o en el salón leyendo el periódico. Pero se había percatado de que en aquel lugar sólo estaba ella.
Empezó a inquietarse.
A esas horas y con el intempestivo tiempo que azotaba las calles de la ciudad no comprendía donde podía encontrarse su marido. Aunque él no contaba con ella hasta las cinco de la tarde le constaba que comía en casa todos los días. Su nada boyante economía les impedía darse el lujo de salir a comer fuera de casa.
Recorrió la casa velozmente de una punta a la otra en busca de algún indicio que indicara el paradero de su esposo. Todo estaba como siempre. Quiso convencerse de que quizás simplemente había salido un momento a comprar algo. No quería contemplar  la posibilidad de que le hubiera pasado algo malo.
Se dejó caer sobre el sofá abatida; con semblante de preocupación y con mil pensamientos rondándole por la cabeza. Observó toda la estancia una vez más con la mirada inquieta; fue entonces cuando distinguió un pequeño trozo de papel que reposaba sobre la mesa camilla. Se levantó rápidamente y tomó la nota entre sus manos, ahora sudorosas a causa del nerviosismo. La letra era la de su marido.
 Según comenzó a leer aquella inesperada carta, su semblante fue tornándose cada vez más pálido y desencajado:

Querida Merche:
Cuando leas esta carta yo ya estaré lejos de esta casa.  A las dos de la tarde partirá mi tren rumbo a una vida nueva lejos de la monotonía que nos invade.
Ante todo quiero pedirte perdón por el daño que seguramente te ocasione mi partida. No te mereces que te haga daño. Siempre has sido una gran esposa y me has demostrado que me querías;  pero yo ya no puedo continuar con esta mentira.
He conocido a alguien.
Una mujer que me hace olvidar lo triste que es mi vida, postrado siempre en esta silla que me recuerda a cada momento que has renunciado a tus sueños por mi.
Me voy para empezar una nueva vida y darte a ti la posibilidad de volver a ser feliz; porque soy  consciente de que no lo eres.
Espero que no me odies demasiado. Yo siempre tendré un bonito recuerdo de lo nuestro. Aunque entiendo que ahora tú no puedas guardar el mismo recuerdo de mi.
No intentes buscarme.
Haz tu vida e intenta ser feliz ahora que no tienes que cuidar de nadie. Piensa en ti por una vez y cumple tus sueños.
                                               Julián                        

Según terminó de leer aquella inesperada e insólita nota de despedida, las manos le empezaron a temblar haciendo que aquella mortífera carta resbalara de sus manos y se precipitase al frío suelo, cual gaviota planeando sobre el mar. Merche se quedó petrificada intentado asimilar las palabras que acababa de leer. Cuanto más lo pensaba más irreal y absurdo le parecía todo.
<<¿Su marido la había abandonado? ¿Por qué? ¿Tan infeliz era a su lado? ¿Quién era esa otra mujer a la que había conocido? ¿Qué iba hacer ahora ella sola? >> Todas estas preguntas se agolpaban furiosas en su mente, sin llegar a vislumbrar ninguna respuesta coherente para ellas.
Un vacío enorme empezaba a apoderarse de su cuerpo. No recordaba su dolor de cabeza ni su cansancio, sólo sentía impotencia y ansiedad. La respiración empezó a entrecortársele y notaba como el pecho le latía aceleradamente. Las piernas le flaquearon y tuvo que sentarse intentando coger aire lo más lentamente posible para intentar calmarse. Se sentía tan confusa y desorientada que ya no escuchaba ni sus propios pensamientos. Su mente estaba colapsada por el dolor y el resentimiento. Quería romper a llorar o gritar a todo pulmón para sacar del interior de su pecho aquélla angustia que la estaba consumiendo como consumen las mentiras a la conciencia.
De pronto una rayo de lucidez hizo reaccionar a sus sentidos. Recordó las palabras que acababa de leer: “A las dos de la tarde partirá mi tren rumbo a una vida nueva lejos de la monotonía que nos invade”. Su marido no contaba con que ese día Merche regresaría antes del trabajo.
Miró su viejo reloj; marcaba las dos menos diez.
Sabía que si se daba prisa aún estaba a tiempo de llegar a la estación antes de que su esposo se marchara para no volver. Estaba dispuesta a suplicar y humillarse para que no la abandonara. Haría lo que fuera necesario para que regresara con ella.
Cogió una chaqueta y salió velozmente por la puerta sin ni siquiera coger un paraguas para protegerse de la fuerte tormenta que volvía a arremeter con violencia. Bajó los escalones de dos en dos y salió del edificio como una exhalación. Corría por las calles tan ensimismada en sus propias reflexiones que no veía a la gente que se atravesaba en su camino ni los coches que cruzaban la carretera. Sólo era capaz de distinguir la estación, más allá de los edificios que todavía la ocultaban a sus ojos.
Cuando por fin llegó y se vio frente a frente con aquel edificio, volvió a sentir lo mismo que sentía cada día cuando lo observaba desde el otro lado de la calle. Era un lugar perturbador para ella. Miró el reloj que se alzaba solemne en la entrada; marcaba las dos en punto. Dudó por un segundo antes de entrar. Tenía miedo de lo que podía encontrarse al otro lado de la enorme puerta acristalada de aquella antiquísima terminal.
Inspiró nuevamente, cerró los ojos con fuerza y tomo valor de donde no lo había para entrar en aquel temido recinto. Las piernas le temblaban exageradamente. Estaba totalmente empapada y el pelo se le pegaba a la cara haciéndola parecer, si cabe, más desesperada y perdida.
Cuando se asomó a aquellas vías, que veía por primera vez, miró en todas direcciones buscando exasperadamente reconocer el rostro de su marido en medio de la multitud. Ansiaba verlo y arrojarse a sus pies para suplicarle que se quedara. Pero no se encontraba entre la muchedumbre que invadía aquel lugar.
Nunca había odiado tanto la puntualidad; el tren que alejaba de allí al único hombre al que había amado acababa de ponerse en marcha y  comenzaba a alejarse de la desoladora estación.
Se había quedado totalmente sola.
Se encontraba estática bajo la mohína lluvia desafiante que desvelaba la cara más  melancólica y taciturna de aquella decrépita ciudad. No parecía sentir el frío de aquel día de invierno ni el viento golpeándole su tez, ahora blanca como la nieve. Con los ojos anegados por unas lágrimas que luchaban por no revelarse, miraba hacia el horizonte observando alejarse aquel tren que se llevaba con él su alegría, su ilusión y sus sueños. Veía como las lejanas e imponentes montañas, ahora cubiertas por un vasto y rutilante manto blanco, engullían aquella monstruosa maquinaria que albergaba en su interior al hombre que durante los últimos diez años había sido su indulgente marido.
Nunca había podido imaginar que aquel andén tuviera que cargar con el peso de su abandono; de su soledad. El peso de un vida malgastada y empodrecida por el dolor. Sentía como la vida le había dado un patada en el estomago que no la dejaba respirar. En muchas ocasiones había imaginado a otras personas llorando allí la perdida de sus allegados, pero jamás pensó ser ella la que tuviera que ver partir un tren cargado con lo poco que tenía. Un tren sin retorno que la dejaba a ella en tierra.
Se quedó durante horas allí de pie con la mirada perdida en alguna parte de aquellas majestuosas montañas, quizás intentando atisbar el destino de aquel tren. La exigua lluvia que ahora caía sobre ella la mojaba como a una muñeca abandonada en un parque con la que ninguna niña quería jugar. Parecía haber envejecido diez años o más en una sola tarde. Su rostro reflejaba la dura carga que su alma soportaba
 Sus pensamientos volaban lejos, muy lejos. Más allá dela última parada de aquel maldito tren. Buscaban una salida, una razón. Un motivo para seguir adelante. Algo que la empujara a volver a su casa y no dejarse vencer por la indomable y cruel mano de la soledad.
Había una motivo. El más importante y trascendental de todos.
Aquello que la sacaría del pozo al que había caído sin cuerda sólo podía ser una cosa; ella misma. Después de tanto años sin mirarse a si misma en el espejo de la vida decidió darse una oportunidad. Tendría que ser fuerte como lo había sido siempre con los demás; pero esta vez pensando sólo en ella.
Por un instante pensó que quizás su marido le estaba dando la oportunidad de conocerse a ella misma; quien sabe... a lo mejor se gustaba.
Un pequeño rayo de sol traspasó el encapotado cielo plomizo, dejando ver con más claridad aquel oscuro y aflictivo día. Una pequeña y casi inapreciable sonrisa se dibujó en su rostro observando como aquel pequeño hilillo de luz iluminaba la salida de aquel enfermizo lugar.
Era hora de volver a casa.
Dejó atrás la estación. Ya desde la distancia la miró por última vez, ahora con ojos tiernos y algo nostálgicos, y se prometió a ella misma que nunca jamás volvería a entrar allí.

Era hora de empezar a vivir su nueva vida.

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