domingo, 28 de octubre de 2012

RECORDANDO UNA VIDA


RECORDANDO UNA VIDA


Me observaba una y otra vez dentro que aquel ataúd. Era tan grande y elegante que me sentía más pequeño e invisible si cabe. Era extraño estar allí contemplando mi propio funeral sin que nadie más pudiera verme. 
Nunca pensé poder ser testigo de las caras de desolación de aquellas personas que habían venido a despedirse de mí para siempre. Ninguno de aquellos rostros era desconocido. Cada una de aquellas personas había dejado una huella imborrable en mi vida. Cada lágrima que ahora veía derramarse por mi fallecimiento dejaban patente que yo mismo había dejado mis propias huellas en otras vidas. Huellas más o menos profundas, pero lo suficientemente resistentes como para recordarlas a pesar del tiempo.
Seguramente mi muerte no había sido una gran sorpresa para nadie, ya que cuando uno pasa los noventa años no es probable causar asombro si una tranquila mañana de otoño no te despiertas al sonar el molesto despertador. Y así había sido. Mi debilitado cuerpo había cedido al fin y se había entregado al descanso eterno mientras se dejaba acariciar por la mano de Morfeo. Una muerte apacible y sin dolor. No se podía ser más afortunado, o eso pensaba yo, después de haber visto la muerte en los ojos de muchos amigos y familiares a lo largo de mi vida que casi siempre iba acompañada de dolor y agonía. 
Paseaba mi mirada por el gran salón analizando cada gesto, cada mirada, cada lágrima. Sentía pena por el duro momento que aquellas personas estaban pasando. Me hubiese gustado que pudieran verme para decirles que todo estaba bien. Que había vivido feliz y que ahora ellos podían seguir sus vidas aunque yo ya no formara parte de ellas cada día.
Estando entretenido en reconocer cada individuo que allí se encontraba, muchos de los cuales hacía una eternidad que no veía, una mano firme se posó en mi hombro. Me giré instintivamente sorprendido ante la idea de que alguien pudiera verme y la sorpresa fue mayor en cuanto observé que la mano que agarraba con fuerza mi hombro era la de un hombre al que admiraba y adoraba más que a nadie. La mano de seriedad y autoridad que me había formado como hombre. Una mano llena de ternura y devoción que me había formado como persona. Era la mano de mi padre. 
Hacía más de treinta años que mi progenitor había dejado el mundo de los vivos, y aunque eran muchos años, le veía más joven y enérgico que nunca. Estaba lleno de vitalidad y su mirada irradiaba paz.  En aquel preciso instante sentí como un gran peso me abandonaba. Era como si todas las preocupaciones y pesares de mi vida anterior se desprendieran para quedarse unidas a aquel cuerpo que yacía frío e inmóvil. Ahora creía ver en mi mirada la misma paz que en la de mi padre.
Tenía tantas preguntas y tantas cosas que contarle a aquel hombre que tanto había extrañado, que no sabía por donde empezar. Quizás por esa inquietud y efusividad del momento fue él quien tubo que decirme que me tranquilizara. Que sabía perfectamente cada paso que había dado y cada decisión que había tomado. Él había estado presente en cada momento importante aunque yo no le hubiese visto. Aquello me llenó de júbilo, ya que ahora no solo sabía que nunca me había abandonado, sino que tenía la certeza de que yo mismo podía seguir unido a las vidas de mis seres más queridos, y de volver a reunirme con ellos en un futuro.
Era un momento muy extraño y confuso para mí. Por un lado quería estar con mi padre y compartir mil cosas con él. Y por otra parte estaba deseando poder estar al lado de las personas que ahora se despedían de mí con pena en su corazón. Eran sentimientos encontrados y muy fuertes. 
Mi padre se acercó y me susurró al oído con voz baja y tierna que me despidiera de aquellas personas por última vez. Que grabara mis mejores recuerdos con cada uno de ellos para llevarlos conmigo y que luego le siguiera para poder reencontrarme con el resto de personas que ahora me estaban esperando para volver a abrazarme después de tanto tiempo.
Le miré con la admiración de un niño cuando contempla a su padre como un héroe. Como el hombre al que parecerse y al que intentar imitar. Aquel era un instante perfecto. Un momento para congelar y guardar para siempre en la memoria. 
Seguí su consejo y me dispuse a despedirme de todos aquellos que habían llenado mi vida de risas, emociones, felicidad y a veces incluso lágrimas. Cada uno de ellos había dado una pincelada en el lienzo de mi vida para dibujarme tal y como era ahora; un hombre afortunado.
Al primero que quise dedicar mi atención fue al pequeño de la familia. Al más risueño y alborotador en aquel lúgubre lugar. Mi bisnieto, con apenas dos años, no era consciente de lo que allí sucedía, lo que le convertía en el más inocente y alegre. Le miraba corretear de una esquina a otra. Buscaba llamar la atención de cuantos allí se encontraban y regalaba su tierna sonrisa para conseguir una muestra de interés hacia él. Sin embargo aquel día no conseguía ser el centro de atención como de costumbre, lo que no hacía mella en su vitalidad y su entusiasmo para seguir intentándolo. 
Ver aquella escena me transportó a mi infancia. Aquellos días sin preocupaciones donde toda la energía la gastaba jugando y corriendo de un lado a otro. Había tenido una infancia muy feliz. Aunque recordaba como había sido nacer en el seno de una familia humilde, nunca había sentido la carencia de amor por parte de mis padres. Siempre se habían esforzado por que yo no perdiera mi jovialidad.  Intentaban ocultar los problemas para que no sufriera por ellos más de lo necesario. Mis padres siempre habían sido muy conscientes de que cuando creciera me tendría que enfrentar a la dura realidad de hacerme un hueco en la vida, lo que era más duro si contabas con unos medios tan limitados. Por ese motivo quisieron retrasar todo lo posible ese contacto con la responsabilidad y realidad adulta. Fue por ello por lo que mi infancia fue perfecta. La recordaba como un dulce sueño donde todo era maravilloso. Las únicas lágrimas derramadas que alcanzaba a recordar eran las que habían sido ocasionadas por las patadas de otros niños al jugar a la pelota, o las caídas de mi vieja bicicleta. Todos aquellos recuerdos se amontonaban en mi cabeza robándome una nostálgica sonrisa. 
Deseaba de todo corazón que aquel pequeño hombrecito que era mi bisnieto tuviera la misma suerte que había tenido yo, y que cuando ese niño se convirtiera en hombre pudiera mirar atrás y sonreír sinceramente.
Una de las personas que se encontraban más desoladas y a la que sin duda más me dolía dejar era a mi  hija. Ya no era precisamente joven, pero sin embargo para mí siempre sería mi pequeña princesita. Las lágrimas que recorrían su rostro se me clavaban como espinas en el corazón. Hubiera dado lo que fuera por poder abrazarla por última vez y decirle que yo estaba bien, y que estaría esperándola con los brazos abiertos siempre. Pero eso no podía ser. Solo podía contemplarla con admiración desde la distancia. La devoción de un padre orgulloso de tener a la mejor hija posible. 
Recordaba todavía como me había sentido la primera vez que la vi. Era tan pequeña y frágil que sentía la imperiosa necesidad de protegerla por encima de cualquier cosa. Fue mi prioridad desde el primer instante. La había querido hasta el punto de dar mi vida por ella si hubiera sido necesario. El nacimiento de aquella personita me había cambiado la vida. Había conseguido que me sintiera adulto y responsable por primera vez en mi vida. Era muy joven cuando nació, y quizás por ello sentía que había sido un crío hasta ese momento. Desde aquel día hubo un motivo más por el que respirar. Tenía que ser todo lo bueno que pudiera ser porque de ello dependía una nueva vida a la que siempre quise darle lo mejor. Tener un hijo era algo increíblemente nuevo para mí. El miedo a hacerme mayor de repente había estado presente, pero se esfumó en un solo segundo. El mismo segundo en el que comprendí que madurar no era envejecer, ya que en aquel lugar y en aquel momento comenzaba una etapa en la que me quedaban muchas cosas nuevas por vivir; cosas que solo un padre puede disfrutar y sentir. Nunca olvidaría los primeros pasos de aquel angelito y la primera vez que de su diminuta boca salió la palabra “papa”. A lo largo de mi vida las mayores alegrías me las había brindado mi hija, la dueña de mis ojos. Fui un padre orgulloso hasta el final, y hoy más que nunca quería decirle que la quise desde su primer latido hasta el último de los míos. Y ahora que mi corazón se había parado la quería más todavía.
Observando el ahora triste rostro de mi hija me acordé de una persona que no estaba presente  aquel día. Era alguien que me había abandonado a su pesar hacía varios años. Mi devota esposa no estaba allí porque había partido antes que yo hacia el descanso eterno, y ahora estaría esperando para recibirme con todo su amor y así volver a ser uno del otro. Aquella mujer había sido hermosa hasta la última y más minúscula de sus arrugas. Me gustaba todo de ella, incluso su fuerte carácter. Cada gesto, cada guiño, cada rasgo característico eran  únicos e inmejorables. La conocí y me enamoré de ella en el mismo instante . Supe enseguida que quería formar mi familia con aquella mujer. Sería la madre de mis hijos y la compañera que haría su vida conmigo, ayudándome a quitar las piedras del camino y a construir nuevos senderos juntos. Una mujer dulce y devota madre. Amaba como esposa y adoraba como madre. Me lo dio todo y se llevó con ella mi corazón. El vacío que dejó el día que murió fue inmenso y fue necesario todo el cariño y apoyo de mi familia para atenuar levemente el dolor. Aprender a convivir con la añoranza constante fue lo más duro que tuve que hacer en mi larga vida. Ahora deseaba con todas mis fuerzas volver a tenerla entre mis brazos. Ella me había mantenido joven. Cuando la veía cada mañana con su taza de café humeando entre sus suaves y delicadas manos me sentía afortunado. Me dio hijos, nietos y bisnietos. Me dio una familia idílica y me hizo mejor persona. Era lo que era porque ella me supo amar como nadie. Envejecer a su lado fue ser un poco más joven cada día.
Para volver a reunirme con mi anhelada esposa no tenía que decir adiós, sino hasta pronto a todas aquellas maravillosas personas que allí se encontraban. Un hasta pronto con deseos de que fuera lo más lejano posible. Eran sentimientos enfrentados y muy fuertes. Sabía que volvería a verlos a todos y sin embargo me costaba mucho la despedida.
Los miré a todos por última vez. A aquellos que compartieron mi infancia. Los que  me vieron crecer y madurar. Los que estuvieron a mi lado en los buenos momentos y los que estuvieron en los peores.  Aquellas personas que me ayudaron a sentirme joven cuando mi cuerpo empezó a decirme lo contrario. Todas ellas eran importantes y por ello costaba tanto dejarlas allí y partir a un lugar nuevo y desconocido para mí. 
Los miré por última vez deseando lo mejor para cada uno de ellos. Y lo mejor que podía desearles era que tuvieran la misma maravillosa vida que tuve yo. Me sentía afortunado y deseaba que ellos se sintieran igual de dichosos.
Me dirigí a mi padre dispuesto a dar el primer paso hacia mi nuevo hogar. Tenía curiosidad por saber que me esperaba ahora, pero no me asustaba ni me inquietaba ya que sabía que si mi padre estaba a mi lado nada malo podía pasarme. 
Ahora tenía que reunirme con aquellos que hacía tiempo me habían abandonado. Deseaba sobre todo volver a tener frente a mí, los ojos de mi hermosa mujer. 
Una última mirada a mi cuerpo frío y sin vida sirvió para despedirme de mi antigua existencia, que fue plena gracias al saber convivir con el paso del tiempo. Para mí siempre fue un arte el saber envejecer. Pasé toda mi vida perfeccionando ese arte. Viviendo cada momento como si fuera el último y comprendiendo que cada edad y cada experiencia había que vivirlas plenamente, sin miedo a que una vez vividas quedaran atrás. Siempre tuve claro que si algo quedaba en el pasado era para dejar espacio a que algo nuevo entrara en nuestras vidas para ofrecernos nuevas experiencias y nuevas vivencias que no sentiríamos igual en otro momento del camino.
Miré hacia delante una vez más y dí gracias por poder recordar mi vida con júbilo y no arrepentirme por no haber vivido más. El arte de envejecer había guiado mi vida. Era hora de empezar con el arte de recordar.