sábado, 12 de noviembre de 2011

UN BANCO EN EL CAMINO

Aquella tarde, como cada día al llegar las siete, me enfundaba mi habitual ropa de deporte, mi MP3 y me iba a correr durante una hora por el largo y plácido camino que bordeaba el río. Una rutina que duraba ya tres años y que me servía para desconectar de mi agobiante y poco gratificante trabajo y de las demás responsabilidades de mi vida cotidiana. Algo aparentemente tan sencillo como correr para mí era la única cosa que realmente me hacía sentir bien. Correr sintiendo como me acariciaba el viento en la cara, acompañado por la reconfortante sombra de los árboles o incluso mojado por la repentina lluvia de invierno hacía que me sintiera libre, como los alegres pájaros que revoloteaban entre las altas ramas. Durante esa hora solo existía yo y el camino que se me presentaba por delante a cada zancada. Trotaba con la mente totalmente despejada; sin pensar en nada más que en lo gratificante que eran esos momentos de soledad y evasión. Era consciente de que a mi paso se cruzaban muchas otras personas que, al igual que yo, buscaban en aquel idílico lugar rodeado de vegetación y acunado por el susurro del río avanzando sigiloso hacia su destino, un momento para desconectar de sus obligaciones y responsabilidades. Sin embargo, nunca me había parado a analizar nada de lo que me rodeaba.
Aquella tranquila y calurosa tarde de verano era ideal para disfrutar de mi paraje preferido, ya que los majestuosos árboles que cubrían todo el paseo aportaban una relajante brisa fresca que conseguía transportarme a otra estación estival más amable y menos sofocante. El río, que lloraba la escasez de agua típica de la época, seguía sin embargo regalando su tímido y embriagante canto. Desde los árboles, que se extendían majestuosos sobre mi cabeza, llegaban los cantos de sus alados habitantes ocultos entre el follaje. Era sin duda un festín de sonidos para el oído del paseante.
Estando absorto en medio de mi mundo de tranquilidad y serenidad y encontrándome en medio de aquel bello paisaje, la torpeza hizo acto de presencia para obligar a mi despistado pie derecho a posarse sobre una solitaria piedra que descansaba en medio del camino. La respuesta de mi cuerpo fue inmediata y en un instante noté como un fuerte dolor punzante se instalaba en mi tobillo. Intenté dar otro paso más, pero el dolor hizo tambalear mis fuertes rodillas obligándome casi de forma inconsciente a sentarme en un viejo y malgastado banco de piedra que se encontraba justo a mi lado esperando para recogerme sobre su cálido asiento y reconfortarme de mi mal afortunado traspié.
Maldije cien veces mi torpeza y cien veces no me sirvió de nada. Notaba como una molestia latente se instalaba en mi tobillo sin intención de abandonarme a corto plazo. No podía hacer otra cosa que esperar que no fuera más que una leve torcedura, que con suerte se me pasaría en un par de horas, lo que no iba a evitar que tuviera que regresar a mi céntrico piso acompañado por una indeseable cojera. Sin embargo, si el mal aventurado destino me obsequiaba con algo más grave no tendría más remedio que suspender por una temporada mi anhelada huida de las responsabilidades diarias.
Decidí esperar durante un rato sentado en aquel apacible recodo del camino con la esperanza puesta en que el dolor desaparecería tras una pausa forzada por las circunstancias. Me sentía ridículo e incómodo encontrándome en aquella tesitura. Opté por acomodarme y disfrutar de mi obligado descanso en la medida de lo posible aunque sin tener muy claro que hacer. Apague el MP3 y me dispuse a disfrutar del agradable paisaje; de sus olores, de sus sonidos, de sus vistas… en definitiva, de todo lo que me rodeaba.
Era la primera vez en todo aquel tiempo que me paraba a analizar toda aquella majestuosidad que me envolvía con su manto de magia y encanto especial, y me di cuenta con tan solo echar un vistazo a mi alrededor, de que aquel espacio natural estaba más vivo de lo que nunca me había imaginado; y no solo por los alegres pájaros, los inquietos insectos o los antiquísimos árboles, si no que en aquel rincón de la ciudad se daban cita una gran variedad de personas que caminaban, corrían, reían y jugaban libres de preocupaciones; o eso me parecía ver reflejado en los rostros de cada uno de aquellos desconocidos que seguramente me acompañaban a diario en mi particular evasión de la realidad y en los que nunca había centrado mi atención. Me parecía increíble el estado de desconexión en el que me sumía una vez que pulsaba el play de mi MP3 y comenzaba a trotar por aquel camino. Realmente mientras mi cuerpo disfrutaba de aquel discreto río que discurría sigilosamente a las afueras de aquella ruidosa y ajetreada ciudad mi mente viajaba si cabe más lejos para vagar en total soledad.
Intenté centrar mi atención en algo concreto, pero una labor aparentemente tan sencilla como hacer que mi mente se centrara en un solo punto se me hacía prácticamente imposible. Todo a mi alrededor rebosaba vida y despertaba en mí una curiosidad que hasta aquel momento había permanecido dormida en algún lugar oculto del subconsciente.
Cerré los ojos, respiré hondo y dejé la mente totalmente despejada. Disfruté de aquellos olores como no lo había hecho nunca antes intentando percibir cada tonalidad oculta en aquellas fragancias que me regalaba la naturaleza. Envuelto por aquellos embriagantes aromas percibí un olor curiosamente familiar. Era un olor que me hizo recordar mi infancia; olía a regaliz.
Abrí los ojos para buscar el origen de aquel dulce aroma y para mi sorpresa frente a mí se encontraba un pequeño niño que no debía superar los cinco años. Entre sus manos sostenía con fuerza una bolsa llena de regalices y parecía mirarme con gesto burlón y cara pícara. Tenía el pelo alborotado y la ropa levemente manchada de tierra, lo que era bastante habitual en los niños de su edad. No sabía cuanto tiempo llevaba plantado ante mí, pero no perecía tener intención de moverse de su actual emplazamiento. Sus pequeños ojos verdes desprendían un tierno brillo que reflejaba la inocencia típica de quien no tiene preocupaciones ni responsabilidades. En un rápido pero inesperado movimiento, aquel bajito desconocido alzó su diminuto brazo acercándome su preciada bolsa de regalices. Aquel dulce y embriagante aroma llegó a mis fosas nasales con más intensidad, consiguiendo robarme una sonrisa involuntaria al transportarme a un recuerdo de mi infancia que se encontraba en algún rincón olvidado de mi memoria.
Antes de que me diera tiempo a reaccionar, un brazo más largo y que parecía haber salido de la nada sujetó aquella pequeña extremidad que me ofrecía un humilde dulce y la alejó de mí rápidamente. Levanté la vista y comprobé que se trataba de una mujer de unos 35 años, algo desaliñada y con cara de preocupación. Me dirigió una mirada fugaz pero inquisitiva que me pareció desmesurada. Aunque comprendía que no le hiciera gracia que su hijo ofreciera sus golosinas a un desconocido, no podía dejar de pensar que había sido el pequeño muchacho quien se me había acercado, y ni siquiera me había dado la oportunidad de abrir la boca. La mujer se dio media vuelta y arrastró al chiquillo con ella sujetándolo del brazo mientras le impartía algún tipo de advertencia sobre los hombres que se encontraban solos y con cara de aturdidos en un solitario banco.
Observando como aquella madre y aquel hijo se alejaban por el mismo camino que me había llevado al lugar donde ahora permanecía involuntariamente postrado, llamó mi atención un viejo vagabundo que caminaba sin apenas levantar los pies, con una incipiente barba canosa y un desastroso corte de pelo. Miraba al suelo como si buscara algo, pero sin detenerse en ningún momento. Sentí pena por él. Me imaginé como sería su vida. Seguramente todas sus preocupaciones se reducían a tener comida y un lugar donde dormir. Quizás ese tipo de vida le hacía feliz, o quizás estaba obligado por las circunstancias a vivir de aquella manera. De cualquier forma no pude evitar sentirme agradecido de tener una casa a la que regresar y un trabajo, que aunque a veces odiado, estaba ahí para permitirme vivir desahogadamente.
Quizás el mayor lastre que nos ha tocado arrastrar en esta sociedad materialista es el hecho de que nunca estaremos contentos con lo que tenemos. Anhelamos lo que tienen los demás y no apreciamos lo que nosotros mismos poseemos. No puedo negar que en multitud de ocasiones yo mismo hubiera deseado romper con todo; con mi trabajo, mis responsabilidades, mis obligaciones… dejarlo todo sin mirar atrás. Sin embargo, en ese momento y viendo aquel pobre hombre me sentí afortunado de la vida que me había tocado vivir. Aunque tenía un trabajo que no me gustaba y al que tenía que ir cada día por imposición social para poder mantenerme y para alcanzar el estatus que la gente esperaba de mí, bien es cierto que gracias a él nunca había pasado hambre y nunca me había faltado un techo bajo el que resguardarme; no como aquel peculiar individuo de edad indeterminada, futuro indeterminado y esperanzas indeterminadas. De cualquier forma, éstas solo eran suposiciones mías; quizás aquel habitante del mundo había adoptado aquella forma de vida voluntariamente y era feliz vagando libremente por las calles sin tener que dar explicaciones, sin que nadie esperara nada de él, sin obligaciones ni responsabilidades. Podría hacerle feliz el simple hecho de ser libre y dueño de su propio destino.
Casi sin darme cuenta mi curiosidad cambio de dirección y se centró en un joven que pasó corriendo por delante del vagabundo que hasta ese momento había monopolizado mi atención. Se trataba de un chico alto y corpulento que corría mirando al frente con paso constante y decidido y cuya silueta fue perdiéndose en la lejanía mientras se hacía cada vez más y más pequeña hasta desaparecer completamente. No pude evitar pensar que quizás así es como me veía a mí la gente que se cruzaba a mi paso cuando vagaba perdido en mis pensamientos, sin mirar jamás a un lado y con la mirada perdida en el infinito. No debía ser más que una silueta en movimiento que aparecía y desaparecía ante la mirada despistada de los paseantes; un fantasma que estaba ahí pero que era invisible a ojos de la mayoría.
Aquella fue un visión fugaz pero que me hizo reflexionar sobre si la huella que dejaba en otros aspectos de mi vida era el mismo que dejaba en aquel camino; una débil huella en la arena que se borraba con un leve soplo de viento en la que nadie reparaba. Me deprimió aquella idea. Quizás no estaba aprovechando mis oportunidades y todo lo que había hecho hasta el día de hoy no había valido la pena porque nadie lo recordaría. Me di cuenta de que en los últimos años había pasado como una sombra por mi propia vida; sin llamar la atención, siempre esperando a que otro diera el primer paso, sin involucrarme en nada ni con nadie. Mis pocos amigos habían ido cada uno siguiendo sus propios sueños y ambiciones y cada vez nos veíamos menos. En cuanto a mi familia, podría decirse que tenía difícil acceso a mi vida, ya que me esforzaba constantemente en mantenerlos a distancia para salvaguardar la que yo creía que era mi valiosa intimidad pero que en realidad era el miedo a que descubrieran que no era feliz. Había ido perdiendo contacto con todos los que me rodeaban, quizás porque no era capaz de encontrar mi sitio entre ellos. Hasta ese momento no fui consciente de lo solo que me encontraba. Sentí como la angustia se apoderaba de mí y se manifestaba en forma de nudo en la garganta. Siempre me había considerado un hombre poco sentimental, pero en aquel momento me hubiera gustado estar solo en el confortable sofá de mi piso para poder llorar sin que nadie reparara en mí. Sin embargo no estaba solo y tuve que contener mi congoja para no despertar más curiosidad de la necesaria en los paseantes.
Aquel banco de piedra donde yo llevaba casi una hora sentado, debía llevar en el mismo sitio desde hacía más de una década observando a los cientos de personas que recorrían cada día aquel escondido y relajante rincón de la urbe apartado del mundanal ruido. Allí estaba sin decir nada, inmóvil, soportando el frío invierno y el tórrido sol de verano. En todos aquellos años habría sido testigo de las penas y alegrías de los viandantes. Conocería sus secretos más inconfesables y habría sido cómplice de sus mentiras. Arroparía a los amantes del camino y acogería a las almas perdidas. No alcanzaba a imaginar las historias que podría contar aquel ser inanimado si poseyera el don de la palabra; sin embargo son historias que jamás nadie conocería. Mis desvaríos mentales de esa tarde serían una de tantas otras historias que quedarían gravadas sobre su fría piedra.
Pensando en todo aquello me di cuenta de una verdad dolorosa; aquel banco solitario era el único que en realidad me conocía. Me había visto pasar cada día durante tres años sin detenerme observando como me perdía en la lejanía, y hoy al hacer gala de mi torpeza me había recogido en su regazo para hacerme despertar de mi letargo emocional. Me había demostrado que si no cambiaba mi estilo de vida acabaría solo y amargado, quizás con la única compañía de siete gatos. Era curioso que toda aquella tormenta de suposiciones, miedos y dolorosas realidades hubiera estallado allí, sin más.
Nunca me habría imaginado que mi vida daría un vuelco tan grande a causa de una piedra en el camino, ya que aquel descanso forzado me había abierto los ojos de una manera inexplicable. Ahora lo veía todo diferente. Sentía que no quería seguir solo. Quería formar parte de algo; quizás de alguien.
Mientras seguía dándole vueltas a mi reciente descubrimiento sobre el profundo y oscuro agujero negro en el que había estado escondido todo aquel tiempo, una desconocida pero agradable voz me transportó de vuelta al mundo real.
Aquella voz pertenecía a una atractiva joven de ojos negros que se había parado a comprobar si yo, un auténtico desconocido para ella, se encontraba bien. Sus carnosos labios volvieron a preguntar por segunda vez sobre mi indisposición ante la ausencia de respuesta a la primera pregunta. Esta vez reaccioné y pude contestar. Le dije que se trataba de una leve torcedura y que no se preocupara. La muchacha sonrió y me tendió su mano a modo de presentación. Se llamaba Carla y era verdaderamente preciosa. No podía disimular mi nerviosismo. Las manos me sudaban y un pelotón armado con palabras y frases sin sentido se agolpaba en mi garganta haciendo fuerza por salir y revelarse, aunque por fortuna pude contenerlo a tiempo. Me concentré en aparentar ser un hombre tranquilo y seguro de sí mismo, lo que dado las circunstancias actuales no me resultó demasiado sencillo. El porqué aquella joven se había fijado en mí era algo que no llegaba a comprender.
Sin saber el motivo que había llevado a aquella llamativa desconocida a entablar una conversación con un completo extraño, empezamos a conversar. Aunque en un primer momento pensé que se trataba simplemente de amabilidad o pura educación, resultó que la chica que me había traído de vuelta a la realidad ya me conocía; o mejor dicho… me distinguía del resto de paseantes de aquel lugar. Me contó como cada día desde hacía casi un año se cruzaba conmigo en aquel camino y como le había llamado la atención el hecho de que yo jamás desviara la vista para mirar a nadie. Me contó también como en multitud de ocasiones se había dedicado a hacerme guiños o muecas al pasar por mi lado por la simple diversión de constatar que yo vagaba ajeno al mundo que me rodeaba. No pude evitar sentirme ridículo y pensar que ella tendría una impresión de mí similar a la que tendría de un antisocial cualquiera. Pero ante mis temores e inseguridades y para mi sorpresa, resultó que no era así; parecía ser que le resultaba gracioso y en cierta forma le había hecho compañía en todas aquellas tardes de deporte inconscientemente compartido. La conversación se prolongó casi una hora de la manera más natural, y casi sin haberlo imaginado quedamos en vernos al día siguiente. Aunque todavía sintiera alguna molestia en el pie estaba seguro de que no faltaría a la cita con aquella maravillosa mujer; aunque fuera necesario hacer el camino a la pata coja. En mi nueva visión del mundo quería incluirla a ella también. Podría resultar precoz y pretencioso querer formar parte de la vida de una persona a la hora de haberla conocido, pero sin embargo, algo me decía que aquella piedra en el camino con ayuda de aquel fiel banco de piedra tenían reservado algo bueno para mí, y que esta vez tenía que ir a por ello; no dejaría que la inercia de mi vida siguiera gobernando mi destino.
Carla se alejo despidiéndose con una deslumbrante sonrisa y con la promesa de un nuevo encuentro al día siguiente. Un encuentro que ya anhelaba.
Durante la media hora siguiente permanecí sentado en el mismo lugar con una involuntaria sonrisa implantada en la cara. Contemplé como mucha más gente pasaba frente a mí y ahora sí que los veía; los niños con sus relucientes bicicletas, los abuelos con sus inquietos nietos, las parejas acarameladas y felices… un sinfín de caras nuevas para mí que ahora sí contaban con toda mi atención.
Cuando por fin me decidí a emprender el camino de regreso a la soledad de mi apartamento, me di cuenta de que el dolor que me había obligado indirectamente a replantearme mi existencia había remitido. Era alentador saber que no tendría que renunciar a mi paseo diario por aquel afortunado tropiezo.
Durante todo el recorrido de vuelta fui contemplando cada rostro, cada gesto, cada mirada… quería empaparme del mundo. Quería emborracharme de vida. Quería sentir que pertenecía a aquel lugar y que era uno más.
Aquella tarde había renacido como persona. Todas aquellas reflexiones me habían impulsado a cambiar mi actitud hacia los demás y romper la frágil burbuja que me había mantenido aislado de todos. Llamaría a mis amigos y estrecharía la relación con mi familia; no alejaría nunca más a la gente importante de mi vida.
Me alejé de aquel lugar con la promesa hecha de volver al día siguiente; pero esta vez para reencontrarme con una antigua desconocida que ahora se presentaba como la promesa de un futuro en común.

Durante los meses que siguieron a aquella reveladora tarde seguí disfrutando de mi apacible paseo diario. Ahora sin embargo no iba solo. Aquella encantadora joven que había irrumpido en mi vida por casualidad era ahora mi acompañante y confidente. Recorríamos aquel lugar cada día empapándonos de historias ajenas y creando las nuestras propias.
Lo que empezó como una bonita e inesperada amistad fue convirtiéndose en algo más. Aquella mujer me hacía reír como nadie. Había conseguido sacar lo mejor de mí y me había convertido en una persona más abierta y optimista. A su lado me sentía como un niño que está descubriendo todo por primera vez. Cada día era una aventura a su lado. Esperaba durante todo el día ansioso por que llegara la hora de ver a mi preciosa acompañante.
Según transcurrían los días los paseos fueron dando lugar a las comidas. Las comidas dieron lugar a las cenas. Y las cenas dieron lugar al fin de las noches solitarias en mi apartamento.
Era extraordinaria la sensación de felicidad que sentía al despertarme al lado de Carla. Había noches que me pasaba más de una hora mirando como dormía; sintiendo su pecho contra el mío mientras soñaba envuelta en mis brazos. Me gustaba imaginar que era el protagonista de sus sueños.

Había pasado justo un año desde la primera vez que había visto aquellos ojos risueños mirándome con descaro y ternura y había decidido dar un paso más en nuestra relación. Sabía que no quería pasar ni un solo día alejado de ella, y por eso aquella tarde cuando paseábamos como cualquier otra pareja me detuve al pasar frente al banco donde la había conocido. Ella se sentó y me miró con dulzura; como siempre hacía. No podía evitar pensar que era la mujer más hermosa e increíble que había conocido nunca. Todo en ella me parecía perfecto.
En aquel momento la miré a los ojos, le sujeté su pequeña y aterciopelada mano y me arrodillé ante ella. Su cara de sorpresa agudizó mis nervios, y con un contenido temblor en el pulso conseguí sacar de mi bolsillo la pequeña cajita que escondía mis intenciones. Al abrirla y dejar al descubierto el anillo que esperaba que ella aceptara, me di cuenta de que una lágrima se precipitaba por su suave rostro. Sus ojos desprendían un fuerte brillo y noté como su respiración se aceleraba. En aquel momento supe exactamente que decir. Las palabras salieron solas de mis labios en forma de proposición de matrimonio. Ella me miró durante lo que me pareció el minuto más largo de mi vida sin decir nada. Cuando ya estaba temiendo un rechazo que me partiría el corazón, Carla se precipitó sobre mí con un fuerte abrazo mientras me contestaba que sí; que se casaría conmigo.
Sus labios y los míos se fundieron en un apasionado y largo beso que selló nuestro compromiso dejando como único y fiel testigo a aquel banco que nos había unido tiempo atrás.
En todos los años que vendrían por delante siempre recordaríamos aquel lugar; no solo por ser escenario principal de nuestro romance, sino por ser el bendito culpable de mi reconversión como persona. Aquel no era un simple banco en el camino… era la puerta de mi propio camino.

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